No conozco mejor imagen del
individualismo social que la de una carretera. Conduzco casi todos los días por la M-40 y a menudo
veo accidentes, averías, polis desviando el tráfico y tipos con chalequito
reflectante esperando en la cuneta. (Como no sé ni cambiar una rueda, cruzo los
dedos para que no me pase na).
Pero lo de hace unos días jamás
lo había visto. Mediodía de sol y viento, con la carretera extrañamente
semivacía. Me incorporaba a la M-40 desde la carretera de Colmenar, en
dirección a los túneles de El Pardo -ese tramo que linda con extensiones de
campos verdes y, al fondo, la sierra con nieve.
Unos veinte metros por delante,
un auto que iba por el carril central hizo un movimiento extraño –la primera y
equívoca impresión como si el coche patinara por el viento- y, corrigiendo su
trayectoria con un giro decidido de 90º, cruzó limpiamente por delante de mí
–tuve la sensación de que no iba muy rápido, apenas algo más que yo, pero es
que yo iría a 100 por hora- y se estrelló de frente contra el quitamiedos. El
hierro se ensanchó como si fuera de
goma, frenándolo un instante, y el coche dio una vuelta de campana y se hundió
en los campos…
Otro auto que se había
incorporado junto a mí a la carretera se colocó a mi lado. La chica me miró con
ojos como platos. No, ninguno de los dos paramos.
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