miércoles, 29 de febrero de 2012
lunes, 27 de febrero de 2012
LAS MASCARAS DOMINICANAS
Las máscaras dominicanas eran las máscaras dominicales (o viceversa)... La fiesta se celebraba ayer, en la Plaza de la Remonta, en Tetuán -la independencia de la RD que es el 27 de febrero-, pero al final se suspendió porque decían que había habido alguna reyerta o algo y un herido de arma blanca, y hubo que recogerlo todo y dejar la fiesta para otra mejor ocasión. Vale.
miércoles, 22 de febrero de 2012
ENTIERRO DE LA SARDINA
¿Madrid fue en algún tiempo
ciudad de carnaval? Debió de serlo hace mucho, mucho tiempo –si no de qué esos
motivos goyescos, famosos, y aquello de Larra (creo): todo el año es carnaval,
y Martes de carnaval de Valle Inclán y Locuras de carnaval de Baroja.
Pero hace mucho, ya digo. Después
el trasfondo burocrático de la ciudad debió de vencer la tradición cortesana y
luego el nacional/catolicismo sólo admitía disfraz de sotana, y ahora mismo el
disfraz más solicitado son los chalequitos fluorescentes de las FOP…
Incluso los años que uno recuerda
(ochentas y la movida famosa, que entonces no se decía tal, sino sencillamente ir de marcha ) mucha cosa de carnaval no había. Metían un concierto guapo en la Plaza Mayor, me acuerdo uno de
Los Chichos y otro de Celtas Cortos… Estábamos en los arcos de la Plaza Mayor pisando sobre los
barrotes de una alcantarilla y debajo había una rata blanca… El chiste fácil
era decir que, como era blanca, se había disfrazado. La gente le echaba trozos
de bocata calamares y la rata roía los panes confiada y doméstica. Luego, acabado
el concierto, todo el mundo a su casa –la rata también. Del río soplaba un
viento frío...
Pero yo quería hablar del entierro de la sardina...
Una comitiva atravesaba el
Manzanares en el entierro de la sardina y en la Casa de Campo enterraban la sardina. En los
programas de carnaval siempre venía el entierro dichoso el miércoles de ceniza
y uno imaginaba una comitiva variopinta y barojiana, unos pocos personajes
recorriendo las calles atravesadas por la humedad del río –de espaldas a la
ciudad atareada, un poco como sonámbulos o como dementes.
Años y años, desde hace veinte o
más, cuando llegaba el miércoles, había estado pensando acudir a esa
celebración fantasmal y siempre había algo que me lo impedía.
Hoy por fin me he acercado con la
bici. Caía la noche. Me ha decepcionado bastante el puto desfile, como un
pequeño carnaval de barrio. Familias con los niños y tal, protestas contra los
recortes (bien), un coche del Samur por si acaso, otro de los munipas. Señores
con chistera, mujeres disfrazadas de sardina. Pero barojiano, ni pío.
FEBRERO DE LA MOVIDA
Mártires de la movida,
supervivientes de la movida,
Ahora le ha tocado el turno a
Enrique Sierra, ex Radio Futura, pero no pasa semana sin que la palme uno de
ellos –un attrezzista un decorador un editor un batería un
Todos suelen morir con 50 años o
poco más, e indefectiblemente sale una necrológica en El País (las de los
músicos firmadas por DAM)
Parece que el periódico aprovecha
todo quisque que tuviera veinte o treinta años en aquel entonces para colgarle
el sambenito de “superviviente de la movida”.
A lo mejor sólo se salvarán los
que en aquel entonces estaban escuchando, yo qué sé, a Obús…
Otra cosa, ¿por qué mueren tan
(relativamente) jóvenes?
A)
por entonces ponerse hasta el culo y que luego la
resaca les ha pasado factura
B)
porque “la movida” era en realidad un virus de efectos
retardados –inoculado en esos años de amnesia generalizada, pero que actúa muy
a largo plazo.
En unos pocos años la movida se
estudiará en los institutos como una nueva generación del 98 y, sin embargo, sus
frutos fueron efímeros (por ejemplo, después de Radio Futura, largos años de
inactividad para Enrique Sierra), sus logros evanescentes.
Toda aquella década prodigiosa recuerda
un poco un largo mes de febrero –mes madrileño por antonomasia: de tardes
esplendentes, de dilatados horizontes y calores inusitados, que se olvidan nada
más caer la noche heladora y quedan de pronto muy lejanos, en una lejanía de
siglos y de paisajes exóticos.
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RaDIO fUTURA
viernes, 17 de febrero de 2012
LA ISLA DEL PARQUE SINDICAL
El máximo apartamiento que se
podía lograr en el parque sindical era la isla del parque sindical: un islote
en el Manzanares al que se accedía por un puente de madera y hierro. Ahora con la sequía, se ha secado el brazo de agua más próximo al parque, cubierto de rastrojos, matorrales y caña de bambú. El puente
cruza ahora sobre este brazo de tierra –y sin embargo la isla no ha perdido su
aire de alejamiento: apenas se ve el sol entre las ramas de los árboles y sigue
en el medio una fuente de piedra. Al llegar el calor no se podía permanecer mucho tiempo allí
a causa de los mosquitos.
Frente a la isla había unos
vestuarios cubiertos con un tejadillo de piedra, pero por un corredor que
llevaba a un paseo se colaba el aire, en invierno.
Con las chamarras abrochadas y
las manos en los bolsillos, fumando interminablemente, preferíamos sentarnos en unos bancos con mesa
descubiertos, que ahí siguen todavía.
Estábamos un día el Nazi, creo
que el Caracol y más basca que no recuerdo, cuando vino un chico de un curso
más bajo, se sentó con nosotros y comenzó a soltarnos su rollo:
-A ver si quedamos un día, que es
la hostia, me he quedado colgado, sin amigos, estoy hasta la polla de oír las
mismas cintas...
(...)
-A veces voy con una guarra
vallecana, que conozco de donde veraneo, pero
Se hacía un silencio respetuoso y
burlón, y el Nazi le preguntaba, vagamente interesado:
-Pero la guarra vallecana, qué
¿te la has tirado?
No podíamos solucionar los
problemas de aquel pobre chico, pero quedaba en el fondo de las conversaciones
y en el humo dormido un fondo tranquilizador de estoicismo.
Recuerdo aquel humo como un
ingrediente esencial de nuestra filosofía, humo que quizá no saliera tanto de
los cigarros que nos estragaban, como de las ramas secas que quemaba algún
jardinero y que es un aroma que vuelve todos los otoños, incluso en el Madrid
brutalmente urbanizado de ahora mismo.
A la vuelta en el autobús ibamos
gritando por las ventanillas a los gitanos que andaban en bicicleta por la ctra
de El Pardo y dejábamos atrás la
Puerta de Hierro, como un trozo de chatarra sobre la que caía
la tarde. La música en la radio daba a todo un aire de lejanía.
-Chófer, pon música, y sonaba el
Bienvenidos de Miguel Ríos, mientras que se iban acercando las torres de la
ciudad- y volvíamos presa del catarro y del delirio, de pasear nuestra
adolescencia enamorada y ensoñada –todo muy vago, como el ocaso que se fundía
con el parque- por las alamedas.
Bajábamos del autobús como si
bruscamente se nos despertara de un sueño.
EL REGRESO AL PARQUE SINDICAL
Al parque sindical íbamos los dos
primeros años de llegar a Madrid, con el colegio, el Jamer. Salía un autobús de
la esquina de Juan Montalvo con Beatriz de Bobadilla y nos llevaba a aquella
especie de islote existencial, desangelado. Al principio ibamos en chandall,
para hacer que íbamos a hacer deporte en las canchas de baloncesto o en los
campos de fútbol. Luego ni eso, directamente nos poníamos a hablar en las
gradas o paseábamos junto al río.
Tenía mucho carácter y mucho
encanto ese parque, alfombrado con los oros del otoño, cruzado por un viento
frío que llegaba del Guadarrama, que se ve a lo lejos oscuro, como una aleación
del cobre.
Lo he encontrado igual, detenido
en su decadencia, aunque hubiera muchas cosas de las que no me acordara, pero
que a la fuerza he recordado.
Por ejemplo está, al pasar la
entrada, ese puente sobre el Manzanares, puente marcado por los finos raíles de
un tranvía. Más que de la llegada me he acordado de la salida. Cogíamos el
puente para volver al autobús, caía el sol, la gente botaba balones,
marchábamos a los autobuses cansinamente, un poco como prisioneros de guerra.
Sirvent se subió un día a la
torre del Parque Sindical y yo titulé un capítulo de mi diario “Sirvent en la
torre del Parque Sindical”. Esa torre rodeada de escaleritas de piedra sin
barandilla se ve algunas veces –no todas- al pasar la ctra La Coruña y parece mentira que
no se haya caído de vieja. Una torre muy parecida sale en un tebeo de Corto
Maltés, construida por los indios en la selva del Orinoco.
Lo de Sirvent fue una hazaña y
por eso mereció capítulo aparte en el diario. Sirvent era una mezcla de dandy
nietzscheano, un dandy que se codeaba y a la vez se mantenía aparte de las
masas menestrales del Jamer.
Algunos edificios del parque
sindical, como un kiosko abombado y rotundo de bebidas, a base de ladrillo y
cristal, son una mezcla muy rara de cubismo, art decó, vanguardias, etc
Está también un reloj sin números
pintado de azul con la “esfera” cuadrada y volumen de cubo, colocado, como el
juguete que se hubiera dejado un niño gigante, sobre las gradas del campo de
fútbol. Lo que veo que han quitado las rampas aquellas de los skeaters, que, entonces, viniendo de
Bilbao, llamábamos “sancheskis”, que eran curvas hundidas en el suelo, pintadas con grafittis, por donde
bajaban y subían.
martes, 14 de febrero de 2012
LAS GLACIACIONES
Reforma laboral, recortes/privatizaciones, sentencias del Tribunal Supremo. Cada día que pasa aumenta el número de pescadores en río revuelto. Aguardan pacientemente, esperando el deshielo...
viernes, 10 de febrero de 2012
EN EL LABERINTO
En la noche de febrero, a punto
de tiritona, cuando el cierzo azota la piel de toro, cuando la nieve cubre la
ciudad, busco para guarecerme los lugares del pasado.
La foto que traigo hoy al blog –y
que realicé clandestinamente- es del Laberinto, mítico bareto de la calle
Velarde, Malasaña, uno de los únicos que está exactamente igual que hace
veinticinco años. No lo sé si estaba entonces el toro o cíclope –como emblema
de los adoradores del becerro de oro-, pero sí el futbolín, y la música de Bob
Dylan (entonces, a mediados de los ochenta, oír al judío no era cool, era un
cantautor que aburría al más pintao). Todavía, como entonces, los abuelos jugando
a las cartas, todavía las máquinas de marcianitos.
He pasado un buen rato en El
Laberinto oyendo a Dylan hasta que ha llegado la hora de salir a la calle y
despertar del sueño castizo. A la noche europea, flanqueada por lugares de
culto –La Vía láctea,
Nueva visión, los pafetos convertidos
en museos-, custodiada por chicas guapas como de Serrano y el verde fosforito
de policías/barrenderos. Al final resulta que tenía razón Clint Eastwood: “No
llegamos a madurar nunca, sólo envejecemos”.
sábado, 4 de febrero de 2012
viernes, 3 de febrero de 2012
CONTRA CLINT
No pienso ir a ver la última
película de Clint Eastwood, no me interesa para nada. Se titula Hoover, creo, y
va de Hoover, o sea, el director del FBI, encarnado por Leonardo di Caprio.
Como la historia se desarrolla a lo largo de varias décadas, Eastwood ha
recurrido al más burdo maquillaje para caracterizar a sus héroes a través del
tiempo. Así que esta peli de muñecotes y maquillajes, como el tocador de la
señorita Pepis, evidencia, a mi modo de ver, el trasfondo mentiroso y falso de
todo o casi todo el cine de Eastwood, al que ahora de repente se le ven las
tripas…
¿Cómo se convirtió Clint en
intocable? ¿En qué momento los críticos decidieron que el Eastwood director era
la hostia? Creo que fue a raíz de un western tan sobrevalorado como Sin perdón. O tal vez con Los puentes de Madison, romántica historia que sospechosamente tanto gustó a (casi) todas las mujeres. El caso es que de pronto Eastwood era el
novamás, un gran cineasta, la reencarnación de John Ford y Howard Hawks por
lo menos. Era la opinión generalizada. Pero que no colaba. Veamos por qué.
CE como director tiene dos tipos
de películas:
-en las que se dirige a sí mismo
-en las que no se dirige a sí
mismo
Las primeras –Clint dirigiendo a
Clint- son un ejercicio de egolatría y de falta de vergüenza. Un CE que no
tiene abuela es siempre el más duro, el más fuerte, el más valiente, el más
callado y a la vez el que más folla…
Las segundas son como un
desmentido a su propio personaje, una forma de decir: “Eh, yo en realidad no
soy así, esto de los tiros y los puñetazos es para divertirse….yo creo en la
familia, en el amor… Por favor, un poco de madurez”.
Y sin embargo son filmes a los
que falta un hervor verdadero de ternura, de humor, de lirismo… La tan alabada
parquedad, el laconismo de CE, encubren más bien sosera, sequedad, rigidez,
cortedad de miras y falta de horizontes… Suelen ser películas correctas, de caligrafía esmerada,
pero epidérmicas. Eastwood es de esos hábiles directores que pueden prenderte
en el momento en que ves la película pero de la que te olvidas nada más salir a
la calle. Y últimamente, ni eso. Cartas desde Iwo Jima, Banderas de nuestros
padres, El intercambio son directamente soporiferas. Gran Torino (Clint
dirigiendo a Clint) es, sin más, una película simpática, aunque con un desenlace
tramposo. (Y es que si los desconsiderados vecinos están jodiendo a tus amigos chinos
será más lógico decirles que se muden de barrio que no sacrificarte por ellos,
como hace ejemplarmente el abuelo Clint.)
O Más allá de la vida, donde una
vez más Eastwood juega a ser
profundo. Enseguida soslaya el tema que da título a la película, que queda como
una especie de mcguffin narrativo para hilvanar un telefilme “de relaciones
humanas” en el que, como siempre, Eastwood es tan consciente de los resultados
que ha de provocar en su público, que apenas deja respirar a sus criaturas... (Lo
mejor de esta peli es la escena inicial del tsunami: quizá debería haber hecho
toda la película de catástrofes).
Todo esto lo siento y me jode.
Mitómano que es uno, habría querido que Eastwood quedase como héroe o antihéroe
en el nuevo milenio, un icono de la talla de John Wayne para esta época gris y
deslucida. Aunque sólo sea por la eufonía de su nombre -Clint Eastwood suena muy bien, suena
como una locomotora del viejo oeste atravesando a toda velocidad un bosque de
pinos aromáticos-. O, yo qué sé, por haber sido el intérprete de La fuga de Alcatraz, La leyenda de la ciudad
sin nombre, Por un puñado de dólares, Dos mulas y una mujer, y otras tantas películas que (esas sí) nos hicieron soñar.
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