Esta se la dedico a esa especie de club de amigos de Institución Jamer
que –veo, por sus comentarios- a raíz de la lejana entrada dedicada a
Atormentado visitan el blog frecuentemente cual aves perdidas que, al no poder
hallar el desaparecido edificio (el Jamer), remontaran de nuevo el vuelo para
hundirse en el cielo o mar de la nostalgia -lo que se tercie, un saludo…
Había oído hablar del Juano, pero
no lo tuve hasta tercero de Bup (entonces era eso, no la Eso). Profesor mítico,
mitificado, que pasó por mi vida sin embargo sin pena ni gloria.
No recuerdo haberle oído frases
repetidas con admiración por mis correligionarios, imitando la vocecilla aguda
que impostaba el Juano:
No, niño, no me juegue.
O:
No, no me llore, niño.
Tampoco le vi, según me había
relatado Fenoy, comer un bocadillo al tiempo que fumaba, ni acompañar el
bocadillo de chorizo con una onza de chocolate, o mezclarlo con chicle… Esos
números habían sido muy celebrados y correspondían, probablemente, a un Juano
más joven que éste que tenía ante mí, sentado en la tarima, con una resignación
algo zen, como si la mejor manera de transmitir sus conocimientos fuera por una
especie de telepatía.
Juano, en aquel ya lejano Tercero
de Bup, ocupó creo que a voluntad un segundo plano, una presencia soñolienta a
la cual pocas cosas podían sacar de su silencio.
Sentado en el estrado con un
eterno niki de manga corta, con una sonrisa boba en la cara como si regurgitara
la información, intentara asimilarla… Aunque
a veces, cuando parecía que la clase fuera ya a terminar sin una palabra de su
parte, se arrancara en el último momento con un comentario o un chiste, al modo
del cantaor de flamenco que inesperadamente deja escapar de su pecho una o dos
estrofas por soleares, antes de que “el
angel” pase de largo definitivamente.
Juano, cabeza de melón o de balón
de rugby, como un gran yeti de brazos pelados que arrastraban un pesado maletín
–ese maletín que debe de ser la condena de todos los profesores.
Una tarde en clase se me escapó
(¿?) un eructo y Juano recordó, con una especie de maravillada admiración, cómo
en aquellas tardes de mayo, con la ventana abierta a las calles de su barrio,
creo que por Bravo Murillo a la altura de Estrecho, escuchaba a un tipo que
modelaba palabras y frases enteras a base de eructos. Lo contaba como si se
refiriese a un portento.
El autor de “Fray Perico y su
borrico” -millonario en ventas escolares– no se daba ninguna importancia en ese
sentido, creo que ni siquiera hizo mención a su libro.
Lo que recuerdo de aquel curso fue
la lectura y un trabajo de Cantar del Mío Cid, texto aburridísimo al que en
años posteriores de muchas y variadas lecturas no he vuelto ni por asomo.
También que los primeros días nos mando comprar otro libro: Crimen y castigo.
En todo el curso no se volvió a hablar de esta novela, la cual permaneció
olvidada en los anaqueles hasta que di con ella en una enfermedad tres o cuatro
años después y la devoré en una tarde y la noche subsiguiente. Sólo por eso,
gracias, Juano.