En los ochenta rumberos Peret
había desaparecido del mapa, se había hecho evangelista y quedaba en el
recuerdo como un personaje de la tele franquista. Fue cuando entró al culto.
Algo descolocaba de ese Peret, la metafísica de ese Peret, gitano, y además
catalán –¿soberanista?-, nada que ver con el fatalismo de Los Chichos, el
romanticismo de Manzanita, la pasión desatada de Bambino. Con más desenfado que
sus primos castellanos o andaluces (o extremeños: esos Chunguitos perrocallejeros),
con más humorismo. La fiesta no es para feos, El gitanito astronauta, El muerto
vivo. Incluso su versión de El preso número 9, temita lejano e inofensivo,
mitológico como cantar de ciego, contra la rumba “de malos tratos”.
Pero un colega tenía ese primer
disco –La fiesta no es para feos, Soledad…- que cantábamos acompañando la
borrachera, rascando las botellas de anís. Frente a la estructura musical como de
pop manchego del sonido Caño Roto (el bajo rotundo, guitarras como látigos, palmas
machaconas de las que huyen violines evanescentes), disco de hermosa simplicidad, casi sin
arreglos: guitarra y percusión: el ventilador, las palmas y los bongos.
Yo había chorado en Simago de
Cuatro Caminos –ningún peligro, estaba en un cajón de saldos- una rara casette
titulada Del coco a la paja que fue su última grabación antes de su inmersión
en las aguas del Jordán (y que era la versión traducida de un disco grabado en
catalán). Un disco con coros irrísonos (si es que existe tal palabro).
Peret, frente a tanto flamenco
desnortado, apasionado, drogado y suicidado, parecía un cuco, haciendo pelis
con Saza y con Ozores. Parecía un cuco que en vida supo rentabilizar su éxito
–con la ayuda de Estopa, Muguruza, Santiago Auserón, y los que le
reivindicaron, como luego se han reivindicado las latas viejas del Cola Cao.
Pero ojo, Peret era un hortera
eurovisivo pero también un enviado, un médium del son, atravesado eléctricamente por esa conexión caribeñoafricana en la que según
García Márquez laten los ritmos ancestrales de la tierra…