…después
de la primera película el cine se había vaciado. Ahora podíamos escoger el
asiento que quisiéramos. Sin gente, el espacio parecía mucho más amplio.
Pasábamos
por entre las filas vacías, las incómodas sillas naranjas de plástico –extrañas
en la noche, con un brillo espacial. El cine al aire libre, encajonado y asfáltico junto a las vías de tren, un estremecimiento, rostros fugaces tras los cristales amarillos, como un tren –le había dicho yo a S- que se dirigiera a Auschwitz (en realidad, un bastante más prosaico “cercanías”). Y aún más arriba, en lo alto sobre la ciudad, luces de torres e iglesias.
recalentado
tras los largos días de verano
se
vio recorrido de pronto por una brisa refrescante
La
brisa venia a ras del suelo -¿acaso subía del río medio seco?- como empujada
desde muy lejos, como desplazada, barrida por la escoba de un gigante, desde
lejanos bosques -inimaginables en la ciudad, tan fantásticos como si surgieran
de aquellas películas- atravesando anchas mesetas. Respirábamos y nos adormecíamos,
tumbados ocupando varias de aquellas sillas.
La
brisa trajo un momento un olor de orines y de vino (muchos indigentes
dormitaban en las cercanías) que fue muy pronto barrido y regresó aquella
fragancia de campos lejanos, con el cascabeleo de los chopos. Acaso, muy a lo
lejos, veíamos algún otro espectador igualmente perdido entre el revoltijo
naranja de sillas inútilmente multiplicadas.
Pasó
otro tren, machacando la noche, éste con las ventanas a oscuras, tal vez el
último, imponiendo su tran tran al diálogo que escupía la pantalla. Caras
lisas, luego hinchadas, distorsionadas, alargadas de pronto por el viento. El
resplandor de la pantalla no lograba apagar el brillo de las estrellas.
Eché
la cabeza atrás y me dormí arrullado por una tensa conversación (el duelo entre
pistoleros ha sido sustituido en nuestros días por enfrentamientos más sutiles)
una oficina de brokers de Nueva York, jóvenes trepadores y ejecutivos
agresivos, una reforma, despidos, perdidas las buenas formas, sálvese quien
pueda... Dos becarios tenían que rescatar el ordenador de un ejecutivo caído en
desgracia que albergaba datos confidenciales. Olía a tierra y, los ojos
cerrados, adormecido, aquella trama que se iba resolviendo en mi cabeza me
parecía lejana como un argumento de ciencia ficción.
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