LA VIDA
Admirador de John Ford, Buñuel, Hitchcock, Kurosawa,
Stroheim, Eisenstein, y el cine de qualité, Jesús Franco se decanta sin
embargo por la cantidad, con casi doscientas películas rodadas. Una filmografía
que incluso supera la del venerable Jacinto Molina (Paul Naschy), su principal
competidor en el terror hispánico (y al que Franco no cita ni de pasada en sus
memorias). Jesús Franco (Jess Frank) es un especialista en esos extraños
híbridos llamados coproducciones. Ha rodado en Alemania, Francia, Estados
Unidos, cosechando mayores éxitos en el extranjero que en su propio país. Nadie
es profeta en su tierra.
Destrozado o ignorado por la crítica nacional, pero
reivindicado por Cahiers de cinema que saluda su aparición como la del
Roger Corman europeo, autor de un centenar de planos de “Campanadas a
medianoche” -aunque su nombre no figura en los créditos del filme español de
Orson Welles-, Jess Frank ha sido considerado por el Vaticano, junto a Luis
Buñuel, “uno de los directores más peligrosos del cine mundial”. Una credencial
que él ostenta con orgullo.
Franco desvela en su libro (“Memorias del tío Jess”,
Aguilar) los entresijos (nunca mejor dicho) del cine, pero también su
experiencia vital: la guerra y la posguerra en Madrid, cuando se inicia como
locutor en emisoras que parecen sacadas de Mortadelo y Filemón, su recorrido
por casas de putas y cines de extrarradio, sus comienzos como trompetista de
jazz –la música es su otra gran pasión- cuando acudía a la Plaza Mayor que era entonces
como una feria del ganado artístico donde se contrataban músicos, payasos y
acróbatas. Estudiante de Derecho en sus ratos muertos hasta que sus padres le
mandan interno a El Escorial -“un puto caserón cuadrado y siniestro”-, después
marchará a París, y allí se empacha de los clásicos de la cinémathèque.
Franco narra también su debut como ayudante de dirección de Bardem en
“Cómicos”, o sus recorridos por el Madrid nocturno con Fernán Gómez o con
Berlanga.
Pero Jesús Franco no presume de amigos ni cae en el
autobombo a que nos tienen acostumbrados tantos escritores de memorias. Sin
concederse demasiada importancia, sin ninguna acritud tampoco, pero sí con
contundencia y haciendo honor a su nombre, suelta todo lo que se le pasa por la
cabeza. De su cuñado, el filósofo Julián Marías: “era un pijo y un pedante, el
rey del coñazo”. Platero y yo: “una mariconada”. André Maurois, a quien
entrevistó: “un viejo imbécil”. “A mi hermano Emilio le dieron el paseo en la
guerra porque el muy gilipollas se afilió al SEU para ligar en los bailes, sin
saber que era un sindicato fascista”. “Las conversaciones de cine de Salamanca
fueron un coñazo mortal”. Etcétera.
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