Aprovechando
recientes motivaciones necrológicas
incluyo en esta entrada unos fragmentos de “El final de una fiesta”, las
memorias inéditas de Michi Panero –documento inédito pero fundamental de cara a
los estudios literarios de la posteridad- que, en forma de libro “de
conversaciones”, pergeñamos MP y el autor de este blog.
A Juan Luis lo que le
deslumbra especialmente es la riqueza, las grandes familias, el anhelo por
convertirse en un personaje proustiano.
Evidentemente, si hay un
personaje poco proustiano, ese es mi hermano Juan Luis; como mucho podría
llegar a ser el gran Gatsby: esa fascinación que tiene Gatsby de contrabandista
oscuro por las grandes casas. Proustiano, Juan Luis nunca lo ha sido: desde los
chorizos que guardaba debajo de la almohada, cuando vivía en casa de la abuela
hasta hoy, lo suyo ha sido el desgarro, esa especie de rapiña que era su vida,
el afán de amontonar cosas. De pronto encontrabas una barra de chocolate que se
le había deshecho al dormir encima de ella, cosas como de pobre de solemnidad...Luego, de cara a la galería, Juan Luis tenía esas poses de nuevo rico. Durante los rodajes pedía para comer trucha y vino blanco de cosecha especial delante de todos los maquinistas y todos los eléctricos, lo que no es más que una falta de educación y de buen gusto.
Hay en Juan Luis una serie de personajes superpuestos uno encima del otro, que lo mismo pasa de la infancia con los chorizos y los chocolates derretidos a esos delirios de “yo sin mi vino blanco y mi truchita no puedo trabajar”. Pero qué truchita ni qué niño muerto.
De los intentos de suicidio
de Juan Luis, recuerdo cuando me llamó mi madre al apartamento de Hermosilla,
aterrada: “Ven pronto, Juan Luis ha intentado suicidarse”.
Fui corriendo a la calle
Ibiza y me lo encontré tirado en el suelo,
rodeado de manuscritos chamuscados esparcidos por todas partes. Ese gesto de
“Voy a quemar mi obra”, sólo que Juan Luis, esperando su “resurrección”, ni
siquiera había quemado los originales, sino fotocopias de los poemas. Debía de
haberse bebido dos copas y luego se tomó cuatro optalidones; le hicieron un
lavado de estómago en la policlínica y como nuevo.(…)
Mi madre solía venir al apartamento de Hermosilla, huyendo de las persecuciones de Juan Luis y, sobre todo, de las de Leopoldo, aún más terroríficas.
A Juan Luis, por ejemplo, en una de sus borracheras se le quema el colchón y no se le ocurre otra cosa que tirarlo por la ventana, ardiendo. En “El desencanto”, en esa escena en la que sale con el sombrero de vaquero hace como que dispara a unas botellas…, cuando el que dispara de verdad, y acierta, es un tío de producción que está detrás. La gente del rodaje me lo contaba y a mí me daba un poco de vergüenza ajena.
En el fondo a Juan Luis le
gustaría ser como Josep Pla, el escritor escéptico, solitario, recluido en el
Ampurdam. Quizá si no fuera tan mitómano podría hacer unas memorias
interesantes, partiendo de su infancia de Londres con Eliot y con Cernuda. Lo
difícil, hasta para él mismo, sería deslindar lo real de lo ficticio. Me
acuerdo de cuando me llevaba a los toros, a la plaza de Las Ventas, él
disfrazado con sombrero y fajín, como una especie de millonario americano y
luego esas cosas que decía: “En este palco me sentaba yo con el viejo Orson”
Evidentemente ni se había sentado con el viejo Orson ni nada, pero las mitomanías de Juan Luis eran feroces y lo siguen siendo. Si todo su mundo fuera real, Juan Luis tendría la vida más interesante de toda la literatura mundial, no digo española, sería una especie de ser privilegiado. Y no dice que ha estado con Tolstoi escribiendo “Guerra y paz” porque no puede decirlo cronológicamente, si no lo diría, o con Dylan Thomas o con Lowry, que es uno de los motivos por los que se va a Méjico: “Buscando al viejo Malcolm”. Juan Luis lleva a tal punto lo anecdótico de la literatura que es grotesco; es una cosa esquizofrénica ese fetichismo, como el de los camioneros que llevan en la cabina la foto de Manolo Escobar.
Juan Luis también
desaprovecha todas las oportunidades: si
hay una persona que ha encontrado las puertas abiertas es él pero parece que le
viene todo muy grande. Con veinte años va
a hacer el servicio militar y ni lo hace, lo saca un hipotético general
Panero, lo tiene todo regalado… Luego ingresa en el PCE, del que acaba
expulsándoles Javier Pradera (uno de los grandes odios de Juan Luis) a él y a
Rafael García Hormaechea, un pijo amigo suyo del barrio de Salamanca; les echan
porque llevaban el pelo largo, o eso cuenta Juan Luis. Después, a la muerte de
mi padre, coloca un libro de poemas y trabaja en el Readers Digest; yo no sé
qué habría hecho en su lugar cuando a la viuda de Panero la gente la volvió la
espalda.
Eramosss tan felicesss... Eramosss tan felicesss
ResponderEliminarDeberías publicar esas memorias
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