Al
sr. X le molesta ver en los vagabundos que esperan la sopa del albergue –ese conventillo
dieciochesco que hace esquina con el cine Ideal- la sonrisa y la tranquilidad
que demuestran a pesar de todo la fuerza de la vida. Le parece inmoral.
Esas
flores de un lila tenue, que aparecen aisladas a ras de tierra, señalando el final
del verano, se llaman espantalobos.
“No
quedó nada de él, saltó desde el andén en el momento que entraba y quedó descuartizado” –recuerda conmovido
un conductor del metro. Y añade, en voz más baja- “…Y luego les llaman cobardes.”
J.
le quitó la alfombra del descansillo a su vecina, y la tiró a la basura porque
le parecía demasiado chillona. Tuvo que tirar otras tres más hasta que la
vecina, que era rumana, acertó a comprar una más discreta.
Bajando
en coche la cuesta de tierra, una tarde de verano, algarabía de pájaros. Y un “pájaro”
de distinta clase, al que ha sorprendido el ruido del motor. Un zorro
suspendido en el aire, como si volara -las orejitas tiesas, los dientes en punta, la cola
pendiente, un ojo penetrante como un alfiler. Todo él como una figurita
recortable, que, visto y no visto, del mismo brinco desaparece de escena.
Mañana
de septiembre. El mismo airecillo cortante de cuando llegué, por estas fechas,
a vivir aquí de chico. Después el mismo sol ácido como queso fundido. Pero en
vano busco la misma ciudad, sin encontrarla.
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