Hay un antecedente familiar
de la locura de Leopoldo en mi tía Eloísa Blanc, hermana de mi madre, que se
pasó la vida de uno a otro manicomio.Y qué manicomios (recuerdo las visitas de
niño al de Leganés, siniestro y durísimo), aún la ciencia psiquiátrica estaba
en mantillas. Su locura, la de la tía Eloísa, era mucho más graciosa que la de
Leopoldo. “Estoy loca pero soy repúblicana”, decía. Los vecinos sabían que lo
era y por las noches, por el patio, la cantaban “El rey que rabió”. Por parte
de la familia de mi padre no se ha dado una locura de psiquiátrico aunque
objetivamente tendría que serlo, con detalles como mis tías haciéndose un
medallón con los dientes de oro de mi tío Teodoro que realmente son rasgos de
demente, de humor negro.
Puede creérseme o no, pero tener un hermano como Leopoldo es una desgracia. Ahora tiene cincuenta tacos y, en Mondragón o en Canarias o donde sea, hace su vida. Hace diez años era otra cosa, era encontrártelo por Madrid en las situaciones más inesperadas. Una vez apareció en el bar que tenía yo en Bárbara de Braganza y empezó a montar delante de la selecta clientela su numerito del Anticristo. Tuve que echarle a la calle. Que en un bar de moda apareciera Leopoldo con la chaqueta llena de escupitajos, no es por ser clasista, pero la verdad es que no tenía maldita la gracia. LMP tuvo una época que se comía los escupitajos que había en el suelo, los cristales, se pasaba el día buscando en los cubos de basura, tal vez una herencia del surrealismo, todo un espectáculo.
Yo lo siento mucho pero esa
historia de los poetas malditos me parece un coñazo, además de que en realidad
se trate de un malditismo muy relativo. Está claro que Leopoldo no es Rimbaud
que, de pronto, se marcha a Etiopía a traficar con armas y desaparece del mundo
y no quiere volver a escribir nada. Leopoldo, a la hora de la verdad, se va a
su Círculo de Bellas Artes, como si fuera Félix Grande, a poner la mano para
que le den veinticinco mil pelillas para comerse los chipirones, siempre está
pensando en eso.
Con Leopoldo, en el último
rodaje (“Después de tantos años”) la gente se quedaba flipada. Leopoldo se
pedía veintisiete postres y cuarenta y cuatro platos diferentes de lo más
churretoso que había en todo el restaurante, se sacaba la dentadura, se la
ponía, la dejaba encima de la mesa.
Juan Luis en apariencia era
todo lo contrario. Juan Luis pedía sus ostras: “Yo sin ostras y vino blanco no
puedo trabajar” e irritaba a todo el mundo con su “No, no, vino blanco, además
que sea del año tal”. Una horterada flagrante y una falta de educación y más
cuando estás con todo el equipo, los cámaras, los de los focos, etc.
A Leopoldo en Madrid se le
aguanta porque viene a montar el número dos veces al año y luego se va. La
última vez que estuvo en el Círculo de Bellas Artes a dar un recital se levantó
en mitad de la lectura y dijo “Voy a mear” y a los cinco minutos volvió con la
bragueta abierta. Este tipo de gags ya los hacía Cela y con bastante más
gracia. A Leopoldo con la historia de la locura se le permiten todo tipo de
cosas que son fundamentalmente una ordinariez astorgana y eso lo decía mi
madre: “Parece mentira pero el más astorgano de los tres es Leopoldo”. Son
cosas de estar de tapas en Astorga el día de la feria. Lo que hace Leopoldo es
chiquitear, no bebiendo alcohol porque no puede, pero sí tomando todo el rato
boquerones en vinagre, que se le cae el vinagre y si a eso se le añade que cada
cinco minutos dice que el camarero es el diablo, como viene repitiendo desde
hace quince años, ya cansa, que el diablo tenga que dominar todo el sector de
la hostelería de España. Para Leopoldo Belcebú siempre está acechando; otra
cosa que decía mi madre, que si hay alguien que parezca un ser diabólico ese es
Leopoldo.
Se puede ser loco, pero
Leopoldo no era un loco romántico ni Luis II de Baviera, sino un coñazo de
loco, todo el rato pidiendo chirlas y turrón.
Impresionante serie de entregas. Lo mejor que se ha publicado durante estos días sobre el genio desconcertante.
ResponderEliminarGracias CEPCH
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