Será
obra de la casualidad pero este sábado volví a ver el mismo arco iris que vi el
día en que cumplí ocho años.
Y
por la noche la misma película que vi con once -El juez de la horca con Paul
Newman-, otra noche de sábado, en esta misma butaca. Entonces la tv en blanco y negro, y
aquel viejo reloj de pared marcando con pausado
péndulo los silencios, acrecentando el suspense en las montañas del far west.
Sincronicidades, ciclos de la naturaleza…, y de la programación.
(...)
Del mismo modo que una tarde de verano abandoné el puesto de la Maleza para contornear la cima de la montaña, pensando que el volver sería cosa de diez minutos…, pero el camino descendía y la montaña se ensanchaba por la base, circundaba una pequeña cordillera, y tardé dos horas en regresar, que se me hicieron muy cortas. Llevaba por si acaso la emisora, por si alguna alarma, pero no sonó, como no había sonado en todo aquel verano del silencio. Ni rastro del zorro ni la garduña. Hubo un momento que dejé la pista y me interné en el bosque al toparme con un puesto de retenes, para evitar ser visto…
Del mismo modo que una tarde de verano abandoné el puesto de la Maleza para contornear la cima de la montaña, pensando que el volver sería cosa de diez minutos…, pero el camino descendía y la montaña se ensanchaba por la base, circundaba una pequeña cordillera, y tardé dos horas en regresar, que se me hicieron muy cortas. Llevaba por si acaso la emisora, por si alguna alarma, pero no sonó, como no había sonado en todo aquel verano del silencio. Ni rastro del zorro ni la garduña. Hubo un momento que dejé la pista y me interné en el bosque al toparme con un puesto de retenes, para evitar ser visto…
Y al
volver a la caseta, que apareció casi por sorpresa, desde una perspectiva nueva
en otra revuelta del camino, me sorprendí a mi mismo por la espalda, el sillón
playero con mi chamarra bajo los pinos, un libro boca abajo a medio leer, me
reencontré con un extraño, una presencia y una energía como los que se acumulan
en la guarida de un animal de los bosques.
Sentí,
con raro orgullo distanciado, que el que andaba por allí (pero no estaba, se había marchado a alguna parte) no era un cualquiera; aunque también
con prevención noté cierta agresividad latente, una electricidad estática y
defensiva. Apenas me reconocía, y volvía a entrar en mí mismo como en un
traje usado y a medida, no sé si un poco estrecho o un poco ancho, volví a
sumergirme en las heladas aguas del lago viendo licuarse sobre mi cabeza la
montaña que yo llamaba Anapopei y que el mapa indicaba con nombre más prosaico
(El Cerrón, creo).
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