El caso es que no bajo, pero subo al Rastro, como alternativa existencial a un domingo que no tengo nada que hacer. Para huir de la masificación del domingo entro directamente a la ebullición del Rastro, donde, por sus calles en cuesta, me caen, como por una bandeja inclinada, todos los fantasmas del pasado, desde Rintintin y el cabo Rusti hasta los villancicos de Raphael.
El Rastro es el Ganges de la ciudad, el río que desagua y limpia las casas abandonadas y las familias destruidas, y que a la vez camina hacia el futuro y los mundos por construir. Hay un Rastro con cielo de acuarela, un Rastro del domingo con tormenta, otro de sudor y verano, y hoy el Rastro –por ser septiembre- tenía en su encrucijada del pasado al futuro un aire de expectativa. De expectativa y de estoicismo porque con la crisis no compra nadie. (Yo sólo un tebeo para leer en el autobús).
Cuando estaba mirando unos retratos que podían ser de mis bisabuelos y una cabeza de jíbaro que podía ser de mi tatarabuelo, se rompió en el murmullo del silencio un jarrón grande, no se sabe si ya comprado o todavía no vendido, y todo el peñote, policías y ladrones, nos acercamos al suceso con una alegría no disimulada.
Y entonces todo volvió a empezar…
Y entonces todo volvió a empezar…
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