Eran
los dos una gente cojonuda, con la que podías contar. Me dio pena cuando
dejaron la casa de al lado, para construirse una propia a las afueras del
pueblo. Pero seguíamos viéndonos y hablábamos mientras él, G, la construía.
Tenía dos plantas y, entre las paredes huecas, entre un amasijo de cables, todavía quedaba el hueco para poner la escalera. Aunque él solía
decirme que sería incapaz de escribir un libro, a mí lo que me admiraba era
levantar una casa de la nada. El sólo se la estaba montando. ¿Lo ves, Asís, las
cosas que hay que hacer por las mujeres?, me decía filosófico, con una tristeza
que era alegría en el fondo. Cuando me fui ya tenían el niño. Años más tarde
encontramos a G en el lago de la Casa de campo con el niño, ya crecido, seguían
viviendo en el pueblo pero llevaba al chiquillo a un colegio especial en
Carabanchel –todos los días carretera arriba y abajo- porque le habían dicho
que era autista. Un diagnóstico apresurado, porque aquella tarde el niño,
comunicativo, habló con L y conmigo y repartió un paquete de chicles. Se le
veía sensible y bueno, como su padre, y quizá por ello le putearían en la
escuela de la sierra. Un día que volví por allí llamé a G y me dijo que se
había separado de M. Ella también era muy buena, cuando venía de su pueblo, al
lado de Aranda, me traía vino de la tierra, y de su casa me llevaba tápers, y
alguna vez me gritaba desde la calle que saliera al balcón. Tío no puedes ir
siempre de ermitaño –porque no me apetecía hacer vida social- vente para casa de
fulano, que van a hacer una barbacoa. Parecerá una chorrada pero es más de lo
que ha hecho por mí mucha gente. También la quería, aunque una vez me quisiera
colocar a una prima suya que trabajaba en Madrid de controladora del
parquímetro. Pero ese ya es otro cuento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario