Balan
las terneras, mugen las vacas, en todos los animales que se acercan a las
vallas ante una promesa de libertad, o al menos de compañía, la misma demanda
muda (¿) en los negros ojos profundos que reflejan en su fondo los caminos
vacíos de la tarde. Acuden como al pastor, como si estuviera en mi mano. Es en
el IAA, ese raro edificio a un costado de la Senda Real, desierta en el
atardecer festivo, edificio monolítico rodeado de soledad y de silencio. Hay fuera una pequeña pista circular, de la cual esta tarde por suerte han desaparecido los caballos. Hay puertas metálicas con rampas para que suban y bajen las bestias. Y tras los
muros cerrados más balidos, mugidos, lamentos desde el interior de las naves
oscuras, estentóreos como una carne que se abre, propiciatorias víctimas del
encierro y el sacrificio.
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