Años
después, al principio del verano, Yñarrón deja su buhardilla del rastro y la
cojo yo. Es en Ribera de Curtidores 10, se sube por una escalera de madera que
da a un patio corrala y arriba, en el cuarto o quinto, siguiendo la
hilera/divisoria del tejado a dos aguas se abre un corredor con múltiples
buhardillas. El wc es comunal y no hay ducha, para lo que hay que ir a los
baños de Embajadores o La Latina. Pero el precio es irrisorio y la tengo para
dormir. El cuarto es mínimo, el techo siguiendo la inclinación del tejado, con
un ventano en lo alto, hay unos metros donde te puedes poner de pie. Pero
alguna tarde me quedo a leer. (Recuerdo Servidumbre humana de Somerset Maugham,
un libro de Reno con letra muy pequeña). Cuando me canso, subo a pulso por el
ventano y me siento en el tejado, en la tarde dorada del verano, la calle del
rastro baja como un río vacío -al fondo ese rascacielos vintage años 50, con su
campanario o minarete- suena por la radio la música de muecín, alauaqubar, los inquilinos de las
buhardillas son mayormente moros, y al fondo de todo, detrás de Carabanchel,
los campos de trigo rodeando, rozando la ciudad…
Una
tarde cayó una tormenta gorda y hubo un apagón general en toda la zona. Salí a
recorrer las calles sin gente, moradas las casas subiendo como acantilados
oscuros. Había logrado por sorpresa lo que buscaba entonces, consciente o
inconscientemente (pero siempre "literariamente"), la máquina del
tiempo, subirme a ella para volver al Madrid de Baroja o –no se veía un pijo- al parís de
Baudelaire. Soplaba un viento que venía del campo y volaba un globito de un
niño perdido. Calles empedradas o de asfalto con un color de pez, una sombra
blanca me cruzó rozándome, era un perro galgo, can urbanita que corría asustado
por el apagón.
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