Encuentro
con L., plaza Benavente. Me invita a un café en el centro regional de Castilla
La Mancha, donde trabaja. Un par de años sin vernos, y le noto que físicamente empieza a desflecarse, el
pelo más blanco y ralo (como yo mismo), un poco como esos escobones que pierden
las púas. La casa regional es un casón detrás de Sol, con muchos cuadritos y
porcelanas. Va sacando platos y tazas para los cafés y yo, buscando algo que hablar, me viene a la mente A., como si estuviera
aún vivo. Estoy a punto de preguntarle por él. Al final le dejo mi número de
tfno. y me despido. Me ha dicho que igual se pasa un día por casa a dormir
(ahora vive muy lejos, en Piedralaves). Le he disuadido humorísticamente. Vaga
desconfianza.
Con
J y M en la cuesta de los libros. J le ha preguntado a M si ella estuvo en su
exposición de 1996. Cierto desconcierto de M porque se lo suelta, a bocajarro,
como si hubiera sido la primavera pasada. Y no es que crea que su exposición es
un hito incontrovertible… Más bien, esa
precisión suya en las fechas del pasado, vivas y cercanas, no tanto por la
fuerza de la memoria, sino como si todos estos años entremedias se le hubieran
escurrido… Como si en un momento le hubieran quitado la alfombra bajo los pies
y hubiera tenido que pegar un salto para llegar hasta ahora.
Interiores
madrileños, corredores de empedrado desigual, patios de gatos y macetas, que
tanto nos fascinaban. Ahora todo gris bajo la luz de invierno de esta mañana.
Una quietud en el portal que desmiente la ciudad alrededor. Sirenas y taladros.
La ciudad sin argumento, “inmenso patio de vecindad donde perder el tiempo”
(Unamuno, o así). Mejor el crepúsculo, evanescente y mágico, que escapa siempre un
poco más lejos.
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