A mí me gusta quedarme en Madrid en SS –léase Madrid porque es la ciudad que me ha tocado vivir, si no sería cualquier otra… siempre que se vacíe.
Así que mientras los coches huían por la carretera de Valencia, rumbo al Mediterráneo contaminado e imposible, El Gurú y yo subíamos las laderas empinadas del “cerro testigo”.
Nunca mejor dicho. Testigo del horizonte, pues en lo alto la vista se despliega y se extiende a los cuatro puntos cardinales…
Los aviones emergiendo de Barajas.
La sierra norte tapada por grandes nubes, pero al otro lado, se ven, lejos lejos, algunas cumbres de Gredos, que parecen muelas hundidas desapareciendo en la curvatura del mundo.
Más cerca, todo un mundo de cristal y asfalto, la ciudad de ladrillo.
Lo
primero, lo más inmediato, al otro lado de la N-3, la iglesia de Pueblo de Vallecas, y la estación de Santa Eugenia:
el cerro debió de ser mirador privilegiado en el fatídico 11-M.
A
las faldas de arena de la montaña, el polideportivo. Una cortina de chopos
deshojados, una piscina descubierta abandonada
en el frío invierno. También un instituto de secundaria, construcción de
ladrillo arenoso –donde, según he leído en la prensa local, al estar en lugar
tan apartado menudean los robos…
Las
minas de sepiolita. Un pinar grande. La tierra apisonada como las pistas de Nazca
esperando la construcción de más y más barrios que ya –bieen!!- no serán o al menos por el momento. Bajo las
laderas duermen las hachas de silex de la Edad del Bronce, las cuevas excavadas
como nidos de ametralladoras en la guerra civil.
A mi
paso las liebres huyen entre las matas. Me asomo a los barrancos afrontando el
viento, mientrasAitor medita sentado en el vértice geodésico, haciendo honor
al carácter sagrado del cerro.
Compañía salvaje para un Madrid salvaje...
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