Había entonces un cronista
siniestro en ABC, Alfredo Semprún, un periodista espantoso que chapoteaba entre
la crónica de sucesos y la política, que hizo una reseña a raíz de la detención
de Leopoldo: “El conocido activista marxista-leninista y drogadicto Leopoldo
María Panero...”; para este tipejo LMP reunía todo, era un catálogo de
perversiones, el diccionario del diablo.
Toda esta época influye
mucho en la conducta posterior de Leopoldo. Quizá fuera el fatum, porque
tampoco se trataba de atracar un banco ni de pasar un alijo en La Celsa. Yo no digo que
Leopoldo haya pasado por psiquiátricos o no, pero meterle en la cárcel por unas pegatinas y luego por un porro son
cosas que claman al cielo.
Aparte de que la brigada
político social y la brigada de estupefacientes -no sé cómo será ahora la
brigada contra el vicio o cualquier chorrada de éstas de Aznar-, pero entonces
eran cosas muy duras bajo cuya jurisdicción cae Leopoldo. González Pacheco, el
famoso Billy el Niño, era un auténtico sádico, un hijo de la gran puta, un
comisario que jugaba a ser un guaperas, en realidad un hortera de bolera (creo
que ahora es jefe de seguridad de una empresa privada).
La de Leopoldo fue una
generación muy castigada, una generación a la que le tocó vivir a una edad
clave los famosos estertores del régimen, que duraron la pera en dulce entre
que se moría y no se moría el general. Nos cansamos todos de los estertores;
hasta el pelo largo era un peligro, las lecturas clandestinas, tener que
meterte en unos cuartos siniestros para comprar un libro de Sartre o del
marqués de Sade.
Después de la etapa política
y de su paso por la cárcel, LMP no puede hacer ni segundo de carrera. Se
despega del asunto y se le cambia por completo la vida. No quiere volver a la
universidad, ni le interesa nada la política ni Cristo que lo fundó. Había
salido apaleado de aquella historia y muy gratuitamente apaleado, como tantos
de su generación.
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