¿Fue aquella misma tarde en que estallaron las bombas, o fue la tarde siguiente? En todo caso, aquel mismo fin de semana. Yo había salido a recorrer las calles y había cruzado el río, hacia barrios lejanos –Carabanchel, Oporto- y ahora, cansado, quería volver al centro.
La tarde era fría y lluviosa y las calles estaban vacías, por eso me sorprendió encontrar una gran multitud que se congregaba en la plaza de Oporto, junto a la boca del metro.
Llegaban desde las calles transversales, envueltos en sus anoraks, marcando el paso con el paraguas sobre el pavimento húmedo. Al llegar a las escaleras del metro, todos se fundían en una misma corriente. Se agolpaban, encauzándose entre los dos parapetos de piedra, y bajaban las escaleras como engullidos por una cascada, igual que en esas máquinas tragaperras en las que unas monedas empujan a otras, que caen por una catarata.
Entre la multitud, era inútil intentar avanzar a mi propio paso. Avanzábamos, retrocedíamos, como en un paso de procesión, en medio de una masa compacta y fluctuante. Las voces resonaban en el vestíbulo, las caras crispadas bajo una luz ácida.
Habían abierto los tornos y se podía pasar sin billete. Los vigilantes, con sus uniformes verdes, se apoyaban en la pared de baldosas naranjas.
La muchedumbre se agolpaba en los andenes. Sentí un vahído y me apoyé en la pared curvada de azulejos, con el cuello inclinado hacia delante. En cuclillas, la espalda contra la pared, el mareo fue desapareciendo. Sonó un pitido de megafonía y una voz chillona, que resonaba en los tímpanos, retumbó a lo largo del andén. Al momento pasó sin detenerse un tren, repleto de gente, las caras pegadas a las ventanas.
Hubo un murmullo de decepción entre los
que esperábamos, apiñados. Yo me había levantado y caminaba hasta el extremo
del andén.
De pronto, sentí una mirada en medio de
la gente, unos ojos clavados en mi espalda. Cuando me volví, unos ojos
rasgados, grises, sombreados de pintura negra. Una mirada interrogativa, y
también de reconocimiento, suspendida un momento hasta que la chica bajó la
vista.
“Ahora viene otro”, dijo alguien. Una
luz apareció en el extremo negro del túnel, la gente se apiñó a mis espaldas.
Los vagones pasaron por delante reduciendo la velocidad y frente a mí se abrió
la puerta. Entré el primero y me senté. Entre las cabezas que se agolpaban vi
un momento, de perfil, el rostro de la chica hasta que desapareció al otro lado
del vagón, engullida por la masa. De nuevo la misma sensación de opresión, de
ahogo. El metro marchaba muy despacio, de pronto se detenía en un túnel entre
dos estaciones –la negrura al otro lado de las ventanillas- y la gente,
amontonada en el pasillo, contenía la respiración, las cabezas bajas, evitando
mirarse.
Así hasta que fuimos llegando al centro.
Estación tras estación, el vagón iba quedando vacío. La gente bajaba para
unirse a una manifestación que recorría las calles. Respiré. Me senté en uno de los asientos
laterales y apoyé la cabeza en la barra, empezaba a adormecerme.
Sentí que alguien me tocaba, una mano me
rozaba el pelo. Abrí los ojos y vi a la chica sentada junto a mí.
-¿Qué te ocurre? ¿Te encuentras bien?
–preguntó con un acento extranjero, que marcaba fuertemente las erres.
Había apoyado la mano en mi hombro. Me
miraba con una sonrisa forzada.
-Bien, estoy bien, no te preocupes.
-¿Seguro?
-Seguro… ¿Por qué haces esto? ¿Es por lo
que ha pasado, verdad? –le contesté secamente.
La muchacha asintió y su sonrisa se hizo
más amplia, al tiempo que comenzaba a helársele.
-La vida sigue como todos los días
–añadí lacónicamente, y al momento me sentí estúpido.
Todavía ella se quedó sentada un
momento.
–Perdona- dijo al final, volviendo a
sonreír, se levantó y se acercó a la puerta. Nos despedimos vagamente, con un
movimiento de cabeza, antes de que saliera.
Tuve un impulso de levantarme y salir
tras ella (me pareció incluso que los demás pasajeros me miraban, como
alentándome a ello), pero me quedé sentado en un segundo interminable hasta que
las puertas del vagón se cerraron con un golpe seco.
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