Leopoldo había publicado su primer libro “Por el camino de Swann”, gracias a Pere Gimferrer. Gimferrer vino a Madrid para dar una lectura y Leopoldo fue a verle y a enseñarle sus primeros poemas. Gimferrer acabó llevándose a Leopoldo a Barcelona aduciendo que Madrid no le convenía.
LMP desde Barcelona me
escribía hasta cuatro cartas diarias y me decía los libros que se había
comprado y los que yo tenía que leer. Entre otras lecturas me aconsejaba los
tebeos de Mandrake el mago y El hombre enmascarado, que él había adquirido en
el mercado de San Antonio. Yo me compré la colección completa de Mandrake y de
El hombre enmascarado; a pesar de tales lecturas no escribí luego “Así se fundó
Carnaby Street”. Por entonces, sí había pergeñado varios cuentos que, sin estar
realmente bajo el influjo de LMP (no había leído “Carnaby”), tenían cierta
relación con su mundo. Se los enseñé a Vicente Molina Foix y fueron tan
vituperados por él que se me quitaron por un tiempo las ganas de escribir. Por
otra parte yo no sé por qué Molina Foix, que me parece uno de los peores
escritores de este siglo, ejercía tamaña influencia sobre mí. Como novelista
Vicente es infecto y como poeta simplemente no existe, pero tenía esa especie
de poderío que no se sabía muy bien a qué se debía.
En Barcelona, Gimferrer
ejercía una suerte de padrinazgo cultural sobre sus acólitos. Era el guru que
decidía a quiénes presentaba y a quiénes no, con quién tenían que salir, qué
película debían ver o qué libros leer. A LMP le presentó a Ana María Moix.
Si hay dos mundos que no
tienen nada que ver son los de LMP y AMM. Sin embargo Leopoldo se enamoró de
Ana María, una persona dulce, sensible, tímida, atormentada y, aparte de todo,
lesbiana. Son cosas que sólo le pasan a mi hermano. Se enamora porque le parece
como un chiquito, cosas todas de hilar muy fino. Si hay una persona a la que yo
quiero muchísimo es Ana María, pero que despierte tales pasiones me parece un
poco incongruente.
Leopoldo no fue
correspondido y se intentó suicidar por ella. A raiz de este intento frustrado
–se tomó dos cajas de barbitúricos-, mamá y yo nos trasladamos a Barcelona,
donde conocí a Pere Gimferrer. Gimferrer quedó con nosotros en el hotel Gran
Vía, en el que estábamos alojados. Nada más llegar, se quitó los zapatos y se
tumbó en la cama de mi madre como si tal cosa:
-Si no te importa... Es que
estoy cansadísimo... Sigue hablando, sigue hablando.
Luego salimos él y yo del
hotel y nos sentamos a tomar unas coca colas en una terraza; de pronto
Gimferrer me mira fijamente y me dice: Cuando yo te diga ya, levántate y echa a
correr. Al rato me dijo: Vamos. Echamos a correr como locos; le seguí como alma
que lleva el diablo, hasta que paramos a dos manzanas. Qué pasaba, le pregunto.
Nada, hombre, nada; era para no pagar. Creo que si para algo le ha servido la Academia a Pere Gimferrer
es para curarle de la locura.
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