Leopoldo María Panero y su madre en el hospital de Basurto (Bilbao) |
Leopoldo tampoco estaba mal
allí, con su habitación propia y sus discos de Lola Flores. Más que un loquero
en el sentido estricto del término era un hospital para neuróticos y gente con
manías. Recuerdo entre ellos a una chica muy mona que tenía la manía de lavarse
constantemente; también había una señora que de repente se levantaba de la mesa
y empezaba a cantar zarzuelas. LMP por entonces tenía la obsesión de los
caramelos con licor por dentro.
Uno de los mejores amigos de
mi hermano era un tal Ramón Ibáñez Alvear, un gigantón gaditano muy ocurrente y
muy gracioso al que su familia de terratenientes andaluces castigaba por
homosexual. Ramón exhortaba a mi hermano: “Leopoldo, deja ya tu locura”. Era
muy divertido y mi madre se encariñó mucho con él. La única manía que tenía era
que le trajéramos cánulas para metérselas por el culo, ese tipo de porquerías,
pero es que el pobre Ramón estaba castigadísimo, su familia incluso le había
llevado a Suiza para curarle la homosexualidad, una idea muy española.
Otro personaje era el
portero del hospital, que por derecho podía haber estado en régimen de
internado. Se trataba de un oligofrénico que se sabía de memoria la fecha, la
hora y el minuto de los sucesos más nimios que ocurrían en el hospital. Se le
preguntaba: “¿Cuándo fue la ultima vez que marchó Leopoldo a Tarragona?”, y él
contestaba: “El día 27 de agosto, a las 12 horas, 14 minutos, 17 segundos,
aquel día el hombre del tiempo había dicho...”. En cinco minutos te daba el
parte completo.
Aquel era un psiquiátrico
muy caro y con gente muy civilizada, una clientela de neuróticos y viejos ricos
ante los que se procuraba hacer un paripé de puertas medio abiertas que en
aquellos años no era lo más corriente. Los sanatorios por los que pasaría
Leopoldo más tarde fueron mucho más duros. Pedralbes, Ciempozuelos, Leganés,
Mondragón, el provincial Francisco Franco. Este último tenía su sección
psiquiatrica en un primer piso del que LMP escapó por la ventana, con tan mala
fortuna que se rompió la clavícula.
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