¿Fue MU quien me condujo al Paseo
de los Caños? No sé si en “Recuerdos de niñez y mocedad” o en “Sensaciones de
Bilbao” hablaba del viejo paseo romántico a orillas del Nervión, que confluía
en la lejana isla San Cristobal. Excursiones extramuros en que la pequeña
cabecita de lechuza –al Unamuno chico me lo imaginaba con la misma cara que de
mayor pero con cuerpo de niño- se creía transportada a la naturaleza salvaje de
Julio Verne.
Unas vacaciones de navidad, ya
viviendo en Madrid, pero de vuelta al botxo, me aventuré con unos amigos por la
zona. Había que pasar por delante de la estación de Achuri y remontar la cuesta
de Miraflores y abandonándola en un punto, bajar hacia la ría. Allí arrancaba el mítico y romántico paseo, o
lo poco que quedara de él. Una senda de barro que marchaba paralela, unos metros
por encima, de las vías del tren.
Aquella mañana hacía mucho frío y del
Nervión subía un vaho neblinoso. En la
confluencia con Miraflores, metidos en un coche, unos tipos vestidos de monos
azules, (entonces me parecieron muy mayores, pero yo era un quinceañero,
andarían por los treinta) que habrían parado para hacer un descanso, cambiaban
el bocata por jeringuillas sangrientas. Todo muy ochentero, o preochentero. Nos
miraron furtivos y siguieron a lo suyo.
Caminábamos
y la ciudad quedaba a nuestras espaldas. A lo lejos, en un momento, divisamos
la isla ignota, cuando ya creíamos que todo era una simple ensoñación
unamuniana. El paseo de Los Caños se interrumpía abruptamente al llegar a unas
huertas y un senderito aún más estrecho descendía al nivel del agua, hasta un
puentecito. Para entonces, había salido el sol y el cauce de la ría brillaba verde moco. Las huertas quedaban sobre nuestras cabezas, como
aterrazadas. Había un campamento de gitanos con sus burros correspondientes y,
sentado en una balaustrada, un hombre grueso -camisa negra, sombrero negro, grandes
barbazas, aunque de mirada dulce (me recordaba a Jorge Cafrune, aquel
guitarrista que desde algún lugar de Hispanoamérica amenizaba por entonces las
televisivas tardes dominicales).
El
puentecito, de tablas de madera y barandilla de hierro, conducía a la isla, que
me pareció pequeña y practicable como una isla de juguete, dividida entre una
placita con suelo asfaltado y bancos, y una factoría abandonada, construcción
de ladrillo visto y ventanas opacas a fuerza de polvo, que ocupaba la mayor
parte del islote. Al otro lado, otro pequeño puente similar unía la isla con las
riberas del barrio de La Peña. Aquella fue mi primera y última visita a la isla,
hasta que un par de años después las inundaciones se llevaron todo por delante,
puentes, plaza y factoría… Creo que desviaron el cauce del río –así que la isla
queda ahora más mítica y literaria que nunca, a lo mejor hasta soñé que estuve alguna
vez en ella.
(Las fotos que incluyo son del nuevo
paseo de los Caños, recientemente reconstruido. En aquel sueño ni siquiera
había el puente o viaducto que aquí sale en lo alto.)
Algún personaje mítico del Bilbao ochentero (vease Isidro) buscó allí su exilio dorado...
ResponderEliminar¿El Isidrato de plata? ¿Aquel superhéroe radioactivo tras una inmersión profunda en las aguas de la ría?
ResponderEliminarSí, ese.
EliminarEl Euskaldun de Poza.
ResponderEliminarEl Kisi...
Eliminarhoy es su santo
ResponderEliminarZorionak Kisi!
Eliminargaur isidratoko eguna da
ResponderEliminarHabrá habido FIESTON en San Adrián con motivo del Santo. ¡VA POR TI KISI!
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