Ha muerto Randy
Krieger, el organista –ese organito característico- de los Doors. Ha muerto muy
viejo, casi tan viejo como El Rey (no me estoy refiendo a Elvis, sino a Juan
Carlos). El caso es que me ha parecido de pronto como si se catapultara al
futuro un hipotético abuelo de Jim Morrison -un abuelo quizá a veces un tanto
pesado: los discos que siguieron grabando los Doors sin Morrison eran muy malos.
Durante años les
cogí mucha manía a los Doors, a cuenta de aquella película de Oliver Stone que
canonizó a Jim Morrison como icono de chulos y autentiquísimos, un tío melenas
que va a París siguiendo la estela de Rimbaud y de Verlaine, un snob, un borrachuzo…
Incluso llegué a
deshacerme de algunas grabaciones. Qué gilipollas. Ahora recupero su música y
vuelvo a flipar de nuevo. Y a la vez simpatizo con el borrachín cinéfilo,
Morrison me parece un malogrado personaje de novela de Raymond Chandler: el jovenzuelo
con ínfulas artísticas (poeta, estudiante de cine) radicado en LA, que desaparece
sin dejar rastro. Cuando se le supone en Arizona o Nuevo Mexico, en compañía de
algún chaman, ensayando con el peyote, se tiene noticia de su muerte víctima de
alcohol y drogas…
(Post scriptum:
chapeau por el batería de la banda, que dejó pasar millones de dólares por delante
de su door –y el consiguiente mosqueo del resto del grupo- al
negarse a vender la música a los anunciantes de automóviles. Refr: Diego A
Manrique, Jinetes en la tormenta)
Como bien dijo el viejo Lou al ser peguntado sobre ellos: "Basura... Basura pretenciosa de Los Angeles"
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