No sé si lo que escribo son tonterías, a veces se me ocurren tantas cosas que tengo que venir por la noche al ordenador, levantándome de la cama para apuntarlas. Eso mismo le pasa a Stephen King, me parece, pero en su caso cada idea le da para una novela… Me ha venido ahora a la mente aquel personaje que apareció un verano por Bilbao a mediados de los ochenta. Era un extranjero joven aún -¿nórdico, eslavo? Pelirrojo de melenilla flotante, de estatura media, ojos azules como de muñeco y la expresión afable y sonriente. Llevaba colgando de la espalda un zurrón, sujeto sólo en un hombro. Un tipo llamativo y ágil, tal vez un marino o un viajero. Invariablemente se paraba en las esquinas o en las plazas y con afán y con ligereza, apuntaba lo que veía –o eso parecía, que apuntaba lo que veía- mirando a lo alto, al dondiego o a las torres de zabalburu, sin sentarse, un bloc pequeño en una mano y el bolígrafo en la otra, un periodista todoterreno, todo lo miraba con curiosidad. Nos acostumbramos a su presencia, pero aquella manía suya de escribir… A los meses garrapateaba con dejadez, tenía la mirada apagada, la cabeza con más entradas, había cambiado su atuendo (los primeros días, con aquella chamarrilla de entretiempo, verde con forro naranja, iba curioso y decente, como decía mi abuela) por el vestuario de la caridad… Se convirtió en uno más de los locos, de los personajes que entonces pululaban por la ciudad. Ya escribía con una desgana mecánica y lo que ponía se notaba de lejos que eran signos indescifrables. Y un buen día -las manos en los bolsillos, avanzando a paso de robot, sin mirar a los lados- supimos que había abandonado aquel capricho, y los cuadernitos de marras.
Aunque nada tienen que ver, la semblanza del escribiente ha traído a mi mente el recuerdo de otro singular personaje. A finales de los 80, siendo adolescentes, una tarde se acercó a nuestro grupo de amigos un elegante individuo: alto, mulato, ataviado con un largo abrigo de piel y sombrero. Nos conto que era boxeador y que había sido un gran campeón. Relató muchos victoriosos combates y aventuras, y nos dijo que por circunstancias se encontraba arruinado y sin un lugar donde dormir y comer. Hipnotizados por su conversación y amabilidad le acompañamos toda la tarde vagando por Moncloa y Chamberí, y finalmente se nos ocurrió pedir asilo para él en un convento de monjas que creo recordar estaba por Guzmán el Bueno. Las monjas accedieron a acogerle temporalmente y buscar algun lugar donde acomodarle de manera más estable. Él se mostró enormemente agradecido a nosotros y nos aseguró que estaba a la espera de heredar una gran fortuna y que cuando lo hiciera nos recompensaría por nuestra ayuda. Nos pidió nuestros telefonos y nos dió a cada uno de nosotros una tarjeta de presentación que decía: "Santiago Alberto Lovell. Boxeador", y un número de telefono. La despedida fue muy emotiva con grandes abrazos y todos quedamos muy impactados. Durante años conservé la tajeta pero nunca me atreví a llamar. Buscando ahora en lared encuentro estas referencias:
ResponderEliminarhttps://elpais.com/diario/1991/05/11/madrid/673961072_850215.html
https://www.clarin.com/deportes/murio-alberto-lovell_0_Sy7MjqBlCKx.html
Siempre guardé de este encuentro un entrañable recuerdo
De visita con los gemeliers al Remar del barrio (libros baratos) encuentro: Paradise Alley: La cocina del infierno libro escrito por Sylvester Stallone en el 1978, el Rocky de las películas de boxeo, en las primeras escenas aparece Santiago Alberto Lovell boxeador argentino que una vez derribo a Urtain y que falleció hace mucho en la Bañeza (león). . . me he distraído, y los
ResponderEliminargemeliers se disputan el libro en el cuadrilátero, no sabre ya de que Iba y como púgil
veterano que hago aquí.
Esa peña, así me gusta, dándolo todo, retroalimentación---txt---tst--- precioso relato, preciosa semblanza y que no llegue la sangre al cuadrilátero
ResponderEliminarViva la grafomanía!!!!
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