domingo, 18 de septiembre de 2011

RASTRO


“Cuando nos duelen desapariciones, bueno será bajar al Rastro que es lo que no desaparece nunca. Es el gran consuelo”, escribió Ramón Gómez de la Serna, en una frase que a mí se me quedó grabada como esas frases que nos están predestinadas, aunque cualquiera sabe…

El caso es que no bajo, pero subo al Rastro, como alternativa existencial a un domingo que no tengo nada que hacer. Para huir de la masificación del domingo entro directamente a la ebullición del Rastro, donde, por sus calles en cuesta, me caen, como por una bandeja inclinada, todos los fantasmas del pasado, desde Rintintin y el cabo Rusti hasta los villancicos de Raphael.

El Rastro es el Ganges de la ciudad, el río que desagua y limpia las casas abandonadas y las familias destruidas, y que a la vez camina hacia el futuro y los mundos por construir. Hay un Rastro con cielo de acuarela, un Rastro del domingo con tormenta, otro de sudor y verano, y hoy el Rastro –por ser septiembre- tenía en su encrucijada del pasado al futuro un aire de expectativa. De expectativa y de estoicismo porque con la crisis no compra nadie. (Yo sólo un tebeo para leer en el autobús).
Cuando estaba mirando unos retratos que podían ser de mis bisabuelos y una cabeza de jíbaro que podía ser de mi tatarabuelo, se rompió en el murmullo del silencio un jarrón grande, no se sabe si ya comprado o todavía no vendido, y todo el peñote, policías y ladrones, nos acercamos al suceso con una alegría no disimulada. 
Y entonces todo volvió a empezar…



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