Tenía
la costumbre en los malos momentos de pasear por los cementerios, remedio
consolador en algunas mañanas de sol para aplacar las ansias para aplazar los
desengaños todos ellos con fecha de caducidad, había muchos o los
habrá (ya hce tiempo que no voy, melancolías las justas) aquí cerca,
Carabanchel, o en las laderas que bajan al río. Uno de mis preferidos era el
Cementerio Británico,British Cementery, corralón de piedra y hiedra entre
casuchas, mirando por un lado al parque San Isidro y por el otro haciendo pared
y tapia de lagartijas con las calles Inglaterra e Irlanda. Allí, los soldaditos
de alguna perdida guerra, los aviadores, los acróbatas del circo Price, también
agentes dobles, magnates y polvorientos aristócratas, exóticos apellidos buscando
el sol, ingleses y también judíos, polacos, yanquis, no me acuerdo… Los
miércoles era día de visita y podías entrar al desierto patio de espinos y lápidas
y magnolios, dejando fuera los ruidos de la ciudad, bajo la vigilancia de un
viejo jardinero, o de un americano joven con camisa de cuadros, fuerte y de
pocas palabras y aire estólido. Un tipo de mediana edad y pelo rizado con gafas
de contable me vedó la entrada un día que sin preguntar quise colarme en aquel
raro negociado. Ahora veo en la prensa que se organizan visitas guiadas –por cinco
euros- el plan ideal para los más optimistas jubilatas, turistas de lo
excéntrico, buscadores de piedras, enterradores, desenterradores
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