Pedazo
banderolo que han colgado en la discoteca Pachá, templo pijo de la movida y
dispensario de sustancias. Hay que huir de la ciudad, dejar de ver los balcones
enguirnaldados. Pero salimos al campo y las banderas nos acompañan en las casas
que dan a la carretera. Tantas banderas, tantos vecinos que jamás pisarían
Cataluña, pero que no les quiten su trozo de tarta. En el dudoso supuesto de
que un trozo de trapo simbolice un lugar, un territorio, sólo tiene sentido
ondearlo fuera de ese territorio (el lugar ya está en sí, y no necesita
representaciones). Así, me gustó ver una ikurriña en Granada, colgada de un
balcón del Albaicín. Pero hay algo prepotente y fascista en todas las banderas,
como invocar a una suprema razón. Los americanos sacan la suya a la mínima en
todas sus películas. Y ante tal situación, y ante este empacho de tortillas con
tomate, ganas me dan de sacar al balcón una bandera pirata y, en su defecto, incluso el arco iris de los gays...
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