jueves, 12 de septiembre de 2019

NOTAS Y ESBOZOS


Al sr. X le molesta ver en los vagabundos que esperan la sopa del albergue –ese conventillo dieciochesco que hace esquina con el cine Ideal- la sonrisa y la tranquilidad que demuestran a pesar de todo la fuerza de la vida. Le parece inmoral.

Esas flores de un lila tenue, que aparecen aisladas a ras de tierra, señalando el final del verano, se llaman espantalobos.

“No quedó nada de él, saltó desde el andén en el momento que entraba y quedó descuartizado” –recuerda conmovido un conductor del metro. Y añade, en voz más baja- “…Y luego les llaman cobardes.”

J. le quitó la alfombra del descansillo a su vecina, y la tiró a la basura porque le parecía demasiado chillona. Tuvo que tirar otras tres más hasta que la vecina, que era rumana, acertó a comprar una más discreta.

Bajando en coche la cuesta de tierra, una tarde de verano, algarabía de pájaros. Y un “pájaro” de distinta clase, al que ha sorprendido el ruido del motor. Un zorro suspendido en el aire, como si volara -las orejitas tiesas, los dientes en punta, la cola pendiente, un ojo penetrante como un alfiler. Todo él como una figurita recortable, que, visto y no visto, del mismo brinco desaparece de escena.

Mañana de septiembre. El mismo airecillo cortante de cuando llegué, por estas fechas, a vivir aquí de chico. Después el mismo sol ácido como queso fundido. Pero en vano busco la misma ciudad, sin encontrarla.

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