lunes, 10 de octubre de 2016

BILBAO REENCONTRADO: MONTE CARAMELO



 


Visto lo había visto muchas veces, desde siempre, desde antes de la memoria, como un atavismo, desde el cuarto de la abuela, al otro lado de la ventana y sobre los montes, más allá de los tejados del patio de luces y gatos, desde el cuarto en que la abuela, a la luz entrante del atardecer, veía dibujarse en las paredes, según me dijo, jeroglíficos y criptogramas de los mayas… Pero esto es otra historia y ahora yo quería hablar del

 
 
 
 

Monte Caramelo, el conjunto de casitas blancas, como resbalando pero milagrosamente suspendidas en lo más escarpado de la montaña. Siempre lo había visto pero no sabía cómo se llamaba, jamás había ido, ni oí hablar del monte Caramelo hasta que leí en El Correo una entrevista a Julio González Gabarre, el grandullón de Los Chichos (que venían a tocar al Parque de Atracciones o quizá a una sala de fiestas). “Si yo soy de Bilbao, nací en el Monte Caramelo”.

 
 
 

Y subimos un mediodía en que el tiempo amenaza tormenta. Hay acceso por carretera, por donde van los autobuses desde Bilbao como a un pueblo distinto. Pero cogemos las cuestas de cemento y las escaleras entre las casas, remozadas como en una colonia de veraneo, vista privilegiada y totalizadora sobre el bocho, las calles que fueron barro y torrentes. Podía haberlo contado Juan Marsé, pero algo hizo el cura MartínVigil.

 
 

El Caramelo duerme el silencio de la siesta. Hay un caballo blanco que relincha. Sobre Bilbao luce el sol, pero al otro lado del Kobetas los relámpagos destellan. Luces de viento. Sale de su casa una mujer y dice con acento gallego: “Si es que no sabe una ya qué ponerse”. Parpadea el mar y por el abra vemos entrar la galerna.

un troll conjurando la galerna
 

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