Era
ese joven franciscano, el joven escritor desalentado por el mundo, que no
entendía nada, pero seguía adelante con humildad y denuedo- una figura muy
atractiva para reconocerse el escritor novel.
Luego
fue decantándose, pasaba de todo pero se apuntaba a todo –radios y columnas,
jurados y dragós- y encima quería seguir siendo el outsider, como si no fueran con él los oropeles.
No
quiero hacer la típica entrada del resentido pues me sigue pareciendo que Tra
escribe y escribe y lo hace muy bien, aunque se repita mucho y diga cada cinco
líneas de un cuadro o de un paisaje que era “precioso”.
Yo
fui a verle con admiración y el tío estuvo majo y todo y me regaló raros libros
dedicados –esa novela del Madrid ochentero, La malandanza, que
inexplicablemente no se reedita es de lo mejor suyo- y me dijo que le pasara lo
que yo hacía.
Yo le llamaba por teléfono y salía a la calle con mis manuscritos. Trapi no decía que sí ni que no, quería quedar de guay y lo dejaba siempre para otro día, como esa adolescente mental que da largas a fin de tener caliente el teléfono.
Un
día me armé de valor y fui a ver al “maestro”. Después de todo, según contaba
en los diarios, en aquella casa del centro entraba todo cristo. La suave voz de
Tra, con gallos y todo,dejó una frase a la historia a través del telefonillo. Lo siento, es que tengo
que irme a renovar el dni.
Luego le vi por el círculo de bellas artes, con su
séquito. Iba con trenca y las manos a la
espalda, como si fuera Unamuno. (Era cuando la tontería esa de “al morir el
Quijote”). Al ver que yo le miraba después de todo con simpatía se arrimó
también a mirar los libros en el escaparate del círculo. Pero ya pasé de
decirle nada.
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