La
tarde en las Vistillas, el sol y la nieve al fondo, la primavera y el invierno,
la brisa que venía de lo lejos y el sol de arriba que torraba me dieron por una
vez (no me pasaba desde hacía mucho tiempo) una sensación física de Madrid, la
sensación de que Md era un lugar físico –como Valdepeñas, o como
Matalascabrillas del Duque- pues hemos interiorizado Madrid como concepto
(Madrid=La Moncloa, o la meca del cine, o las obras imparables o lo que se
tercie).
Bastaba ese febrerillo, los
niños (inmigrantes) jugando al fútbol en la plaza de arena con su verde uniforme,
el vértigo del Viaducto, la nieve en el Guadarrama, la mancha parda de la Casa
de Campo, la ctra de Extremadura –también
curioso que lo que me produzca más sensación de Madrid sean las afueras
de Madrid, no el mirar Madrid desde las afueras, sino más bien las afueras
desde Madrid: sólo alejándonos podemos apreciar las cosas en lo que valen- todo
eso se veía desde el mirador de las
Vistillas, ese mirador/rotonda en el que suelen acampar los indigentes,
expuestos al cierzo pero a salvo de la lluvia, en esa plaza donde tuvo lugar la
entronización (invención) de los géneros castizos, mucha verbena, chotis,
zarzuela, por los ayuntamientos peperos de los noventa, como una especie de “contramovida”,
funesto episodio que recuerda la estatua de “La Violetera” colocada en un
esquinazo, sin saber muy bien donde ponerse, -que estuvo un tiempo en la Gran Vía
pero fue desterrada como un anacronismo y ahora encuentra su (no) lugar en un
rincón de la vieja plaza bajo la indulgente mirada –pueblo de estatuas- de
Ramón Gómez de la Serna, comprensión por la vanguardia del más rancio
casticismo.
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