Tardé
meses, o años, en darme cuenta de que aquella zanja que recorría en bici, a
media ladera, en la Dehesa de la Villa, zanja sinuosa que serpenteaba entre los
pinos, de paredes cóncavas como para derrapar gozosamente, era una vieja
trinchera –apenas colmatado su lecho de arena por el poso de los años (cuarenta, cincuenta, que
entonces me parecían muchos, y hoy no tantos).
Ahora
andan descubriendo mediterráneos, los arqueólogos, los zahoríes, los
rastreadores, corriendo la línea del frente un kilómetro más adentro, o sea
hasta esa Dehesa de la Villa, a la zanja en la ladera, a los parapetos del
Cerro de los Locos, unos metros más arriba, donde hoy también se juega a las
cartas y al frontón, hasta los
minifundios y los pinos a cuya sombra leía yo de adolescente a Proust (otra
historia, ver El hombre casi solo).
Pasaron el río, entonces, ese río de
secano, tal vez lo atravesaron por donde ahora el Parque Sindical, islotes de
légamo, subiendo por la Dehesa hacia Tetuán, aún sin entrar del todo (como en
esa cuña del Parque del Oeste, paraje poco transitado donde se mantienen los nidos de ametralladoras de
cemento mirando a la ciudad), aún sin entrar del todo todavía en Madrid, esa
ciudad teóricamente indefendible, de huertas y murallas rotas. Qué pena que se
la cargaran. (Ah, claro, es que para eso, entre otras cosas, hicieron la
guerra).
Descubriendo
mediterráneos, pero también verdades de plomo, como las balas que ahora
aparecen, armamento forjado en fraguas por los viejos del lugar, fusiles de
1870, hoces y guadañas, todo lo cual confirma la vieja verdad (no, no les creáis
si os dicen otra cosa, es sólo propaganda),
un ejército levantado en armas –propias y europeas- para machacar a su
pueblo inerme.
No hay comentarios:
Publicar un comentario