jueves, 25 de abril de 2019

EL SACRISTAN EN LA SACRISTIA



Veo por la tele que los “pederastas” han llegado a mi antiguo colegio de PPJJ de Indauchu. Las nuevas promociones han sufrido el acoso de los profanadores de ese templo del saber. A mí por lo menos nadie me puso la mano encima, no se llevaba entonces o no salió a la superficie… sólo años más tarde escuché rumores sobre…
Era el sacristán, no voy a decir su apellido pero sí que era el mismo que el de un famoso pintor español, de los más famosos, el más famoso en la historia después de Velázquez (no quería poner nombres pero para qué más pistas). Con aquel pintor compartía también su aspecto físico, tanto que conjeturábamos si no sería descendiente suyo. La calva, la frente abombada y guedejas canas a los lados, el porte mediano y achaparrado, los ojos caídos de pescado, los labios abultados en un gesto algo desdeñoso…
Era reservado y distante –no sé si le oí hablar nunca- pero había algo bonachón también en él y una sorna también oculta y a veces la media sonrisa del que termina a escondidas por beberse los restos de vino en el cáliz consagrado. No era hermano ni cura sino un seglar que realizaba aquellos trabajos por vocación, o quizá a cambio de un estipendio o simplemente ser mantenido a pan y manteles.
Algo se dijo (pero yo no haría caso a las fuentes) de el sacristán y un joven alumno con flequillo rubio y ojos azules pícaros y rientes. Pero esto ya parece una cosa de Visconti.
Sin embargo, pese a las habladurías, un detalle me hizo simpático al sacristán… Una mañana nos llevaron a la iglesia para "una charla" y en vez de los habituales padres espirituales, apareció un cura nuevo –venido tal vez de largos viajes misionales, tal vez de una cercana y oscura parroquia, al que soltaban sin duda para que se desahogase: pelo negro rizado, gafas acusadoras, una mueca fruncida. El cual sin venir a cuento, pillándonos desprevenidos y tranquilísimos, empezó a soltar un sermón enardecido, crispado y en crescendo, acusándonos sin conocernos, sin habernos visto en su vida, sermón que nos dejó clavados en el sitio, asustados y contritos, y del que recuerdo algunas perlas: porque sois unos cerdos, porque tenéis mierda en la boca…
De pronto –sin previo aviso- una música marchosa y estridente, más twist que rock por lo que recuerdo, empezó a sonar con fuerza por los altavoces, sobreponiéndose a las voces de aquel energúmeno. Fue cosa de segundos y la música se interrumpió enseguida con un pitido chirriante, quedando un eco flotante en torno a las bóvedas, el caso es que el efecto había sido logrado: primero la sorpresa, luego la risa nuestra, las carcajadas, el desconcierto de aquel anormal… Ha debido de ser alguna avería, una pequeña interrupción… que volvió a su agria filípica pero ya con menor convencimiento, perdido el fuelle, y ya ante el escepticismo y pasividad de su auditorio. Había perdido la batalla.
Al rato apareció solemnemente el sacristán en una de aquellas terrazas o balconadas extrañas que había sobre el altar, y enseguida desapareció con velada sonrisa cual mecanismo de relojería bien engrasado.
En aquel entonces, demasiado niño para buscar la causa por el efecto, lo atribuí también yo a averías, fallos técnicos, casualidades… Con los años recordando comprendí que había sido aquel tipo sensual y bienhumorado -que, tal vez  por lo que le concernía, no quería exacerbar culpabilidades entre el pupilaje- el que, pulsando la tecla conveniente de una oculta mesa de sonido, parara los pies al diácono embravecido, enfriando con la música los candentes hierros del infierno.

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