jueves, 4 de abril de 2019

DOS AMIGOS


Eran los dos una gente cojonuda, con la que podías contar. Me dio pena cuando dejaron la casa de al lado, para construirse una propia a las afueras del pueblo. Pero seguíamos viéndonos y hablábamos mientras él, G, la construía. Tenía dos plantas y, entre las paredes huecas, entre un amasijo de cables, todavía quedaba el hueco para poner la escalera. Aunque él solía decirme que sería incapaz de escribir un libro, a mí lo que me admiraba era levantar una casa de la nada. El sólo se la estaba montando. ¿Lo ves, Asís, las cosas que hay que hacer por las mujeres?, me decía filosófico, con una tristeza que era alegría en el fondo. Cuando me fui ya tenían el niño. Años más tarde encontramos a G en el lago de la Casa de campo con el niño, ya crecido, seguían viviendo en el pueblo pero llevaba al chiquillo a un colegio especial en Carabanchel –todos los días carretera arriba y abajo- porque le habían dicho que era autista. Un diagnóstico apresurado, porque aquella tarde el niño, comunicativo, habló con L y conmigo y repartió un paquete de chicles. Se le veía sensible y bueno, como su padre, y quizá por ello le putearían en la escuela de la sierra. Un día que volví por allí llamé a G y me dijo que se había separado de M. Ella también era muy buena, cuando venía de su pueblo, al lado de Aranda, me traía vino de la tierra, y de su casa me llevaba tápers, y alguna vez me gritaba desde la calle que saliera al balcón. Tío no puedes ir siempre de ermitaño –porque no me apetecía hacer vida social- vente para casa de fulano, que van a hacer una barbacoa. Parecerá una chorrada pero es más de lo que ha hecho por mí mucha gente. También la quería, aunque una vez me quisiera colocar a una prima suya que trabajaba en Madrid de controladora del parquímetro. Pero ese ya es otro cuento.

No hay comentarios:

Publicar un comentario