viernes, 14 de octubre de 2016

EL DOMINGO EN EL BUDOKAN 2

 
 
 
 
In Japan, my soul, my music and that sweet girl in the geisha house… El careto pintado de albayalde, como payasete o como glam rock. Este disco la CBS lo sacó sólo para los chinos, pero luego viendo el pelotazo llegó hasta el mundo mundial. Dylan era soul y era cristiata, pero los pesados de entonces estaban con la guitarra de palo y que si los coritos y que si el Slow train se salvaba porque tocaba Mark Knopfler.



 
Dylan, sabedor de su dylanismo, siempre se arropaba con músicos bandera. (Siempre hasta los últimos días cuando hace como que toca el pianito desenchufado) Clapton Harrison Ron Wood Mick Taylor Santana Robbie Robertson Tom Petty… incluso gente de los Clash y de los Pistols. Por eso choca en el Budokan esa banda solvente y profesionalizada pero sin renombre. La flauta y los timbales. El saxo y los violines. Más una orquesta que un grupo de rock. Y esas coristas contrapunteando cada frase, como un Elvis Presley de Las Vegas. Eso dijeron, un concierto de Sinatra o de Elvis. Dylan se ensañaba destrozando el  repertorio de toda una vida. Corría 1978 y Dylan ya era el viejo Dylan.



Pero Dylan se desliza como un borracho controlado por las luces del Japón. Su voz es a la vez cálida y distante, despectiva y tierna. Siempre que pongo un disco de Dylan sigue otro y otro, sucediéndose sin orden cronológico. Con este At Budokan me basta oír el doble entero. Sería incapaz de seleccionar una canción, para mí es todo un continuo. Entras en el muro del sonido atravesando Mr Tambourine man y sales con The times they are a changing, con una sensación de melancolía y a la vez de fuerza, como si el nota parase a mirar atrás desde una revuelta antes de seguir camino y escupiese algo que parece una flema pero resulta un diamante. All right.

 
Pues eso, que la rueda gira. Muchos años después sigue montado en el dylanbus. Cualquier día morirá sobre el piano viejo con un cabezazo como último acorde. Going going gone. La última vez que le vi fue en verano de 2015, y coherente con su deriva, tocó las cosas de sus últimos años –no sólo el último disco, en plan de tocar los cojones, también los cuatro o cinco anteriores, digamos desde el año 2000. Cantaba de pie con las manos en los bolsillos modulando perfectamente. Pero la gente no lo entendió. Además, dicen, ni siquiera se molestó en saludar.






jueves, 13 de octubre de 2016

EL DOMINGO EN EL BUDOKAN 1



Dylan nobel. Una alegría en tiempos difíciles. La noticia me la mandan por el móvil amigos y hasta enemigos, como si se tratara de un primo mío, o así, a quien por fin se hace justicia, mientras escucho por milésima vez el directo del Budokan (ahora pillado en cd también, para oírlo al correr de las carreteras y los paisajes). Y sigo escuchando, y sigo escribiendo antes de leer nada que puedan decir sobre el monstruo/maestro. Sí, vale, el judío del Medio Oeste definitivamente entronizado por el poder, olvidando que cuando surge un gran artista los poderes del cielo y del infierno se conjuran para ayudarle.
 















Dylan no queda claro si es músico o es poeta. Y a lo mejor ninguna de las dos cosas sino Dylan. Una canción no es lo mismo que un poema, dice. No sé si hay que hacerle caso cuando explica que primero le viene la melodía, y luego inventa la letra. El  hombre que puso nombre a los animales. El pequeño Bob llegado a Nueva York ante la apabullante biblioteca de un amigo hipster. No hay tiempo que perder, no hay tiempo para leerse todo esto. Pero el judío cuco selecciona El príncipe o El arte de la guerra.


Lo cuenta en las memorias, un libro puntero de recuerdos y olvidos. En España también se han publicado las letras de Dylan –cada canción como un torbellino. A ver si ahora Alfaguara cambia aquella mierda de traducción. Vaya ganas de destrozarlo todo. Este humilde bloguero y admirador hizo una versión de Shelter from the storm que valía por todo el estropicio… (debe de estar por aquí, sí, creo que por aquí está…nada, que no aparece).

 
Y como músico… Hay un momento de El último vals, cuando tras Clapton y Van Morrison sale Dylan, en que la peli pierde compás. Parece que se les ha colado un loco en el concierto, o el que corre con todos los gastos. Y sin embargo la armónica afilada como una cuchilla brillante, la voz que grazna como un cuervo y acaricia como terciopelo. The winds howl like a hammer.


 
 

martes, 11 de octubre de 2016

BILBAO REENCONTRADO: BILBAO DE NOCHE

 
 

 

 

 
La ciudad ha cambiado, todavía tiene sus cocos, pero ha cambiado mucho, ha perdido literatura pero se ha vuelto como más abierta, más respirable, a lo mejor hasta le ha venido bien un poco turismo… Y sin embargo, una noche de entre semana, digamos un  miércoles a las tres de la madrugada, en la calma y el silencio, parece que vuelven los fantasmas, la imaginación, el romanticismo, la locura.

 
 
 

Toda ciudad ejerce una presión sobre sus habitantes –y los pueblos ni digamos. Soledad de las plazas. Estamos en la plaza del Bombero Echániz –donde siempre pensé que había nacido, en la pequeña clínica que da a un costado de la plaza, hasta que me enteré que no, pero en cualquier caso muy cerca, en Gordóniz, calle que desemboca en ella, en una especie de clínica/chalet actualmente desaparecida que regentaban unas monjas/enfermeras.
el niño Antoine Doinel,
notablemente envejecido,
(foto: Jokin Zabala)
 
Pero ahora estamos en la plaza vacía, oscura e iluminada, bajo los tilos y las farolas, la placita mínima y circular con un túmulo en el medio que representa extraños criptogramas grabados en la piedra que no mira nadie: el sol y la luna, astros con ojos y boca curvada hacia abajo, extraño rictus de enfado como si no mereciera la pena alumbrar a este triste mundo.
 



La plaza circular en la noche gira como un mundo o como una barquilla/globo que navega por espacio/tiempo, como una especie de platillo volante al que sólo dejaremos subir a los elegidos, pues tenemos vista a todas las calles que confluyen, vista a la carreterita circular, y parece tener la plaza de pronto una finalidad defensiva.
 
La peña entra respetando. Vienen locos que nos cuentan su delirio, vienen locas que nos cantan su canción, viene algún adicto a pedir un cigarro, pasa un barrendero al que saludamos como en la plaza del pueblo. Bilbao siempre tuvo rica fauna nocturna. Vienen chulos que nos quieren putear, vienen putas que nos quieren chulear y subirnos al hotel (pues hay ese viejo chalet gótico, a cuyo arrimo salían unos buses que nos llevaban a las colonias de veraneo, ahora reconvertido en hotel). Cuando pasa un senegalés que nos pregunta una dirección le acompañamos, saliendo del círculo hechizado de la plaza y sus infinitos cigarrillos.
 
 
Cuando amanezca la plaza seguirá su deriva –más allá de los sueños volverá a la realidad y esa misma tarde en la cafetería Baserri echan a la calle a dos lesbianas por besarse, montándose al otro día en la plaza el pollo consiguiente y la consiguiente manifestación, consiguientemente disuelta tras un rato por la ertzaintza.

 

 

 
 

lunes, 10 de octubre de 2016

BILBAO REENCONTRADO: MONTE CARAMELO



 


Visto lo había visto muchas veces, desde siempre, desde antes de la memoria, como un atavismo, desde el cuarto de la abuela, al otro lado de la ventana y sobre los montes, más allá de los tejados del patio de luces y gatos, desde el cuarto en que la abuela, a la luz entrante del atardecer, veía dibujarse en las paredes, según me dijo, jeroglíficos y criptogramas de los mayas… Pero esto es otra historia y ahora yo quería hablar del

 
 
 
 

Monte Caramelo, el conjunto de casitas blancas, como resbalando pero milagrosamente suspendidas en lo más escarpado de la montaña. Siempre lo había visto pero no sabía cómo se llamaba, jamás había ido, ni oí hablar del monte Caramelo hasta que leí en El Correo una entrevista a Julio González Gabarre, el grandullón de Los Chichos (que venían a tocar al Parque de Atracciones o quizá a una sala de fiestas). “Si yo soy de Bilbao, nací en el Monte Caramelo”.

 
 
 

Y subimos un mediodía en que el tiempo amenaza tormenta. Hay acceso por carretera, por donde van los autobuses desde Bilbao como a un pueblo distinto. Pero cogemos las cuestas de cemento y las escaleras entre las casas, remozadas como en una colonia de veraneo, vista privilegiada y totalizadora sobre el bocho, las calles que fueron barro y torrentes. Podía haberlo contado Juan Marsé, pero algo hizo el cura MartínVigil.

 
 

El Caramelo duerme el silencio de la siesta. Hay un caballo blanco que relincha. Sobre Bilbao luce el sol, pero al otro lado del Kobetas los relámpagos destellan. Luces de viento. Sale de su casa una mujer y dice con acento gallego: “Si es que no sabe una ya qué ponerse”. Parpadea el mar y por el abra vemos entrar la galerna.

un troll conjurando la galerna