La
ciudad ha cambiado, todavía tiene sus cocos, pero ha cambiado mucho, ha perdido
literatura pero se ha vuelto como más abierta, más respirable, a lo mejor hasta
le ha venido bien un poco turismo… Y sin embargo, una noche de entre semana,
digamos un miércoles a las tres de la
madrugada, en la calma y el silencio, parece que vuelven los fantasmas, la
imaginación, el romanticismo, la locura.
Toda
ciudad ejerce una presión sobre sus habitantes –y los pueblos ni digamos.
Soledad de las plazas. Estamos en la plaza del Bombero Echániz –donde siempre
pensé que había nacido, en la pequeña clínica que da a un costado de la plaza, hasta que me
enteré que no, pero en cualquier caso muy cerca, en Gordóniz, calle que desemboca en ella, en una especie de clínica/chalet actualmente desaparecida que
regentaban unas monjas/enfermeras.
el niño Antoine Doinel, notablemente envejecido, (foto: Jokin Zabala) |
Pero
ahora estamos en la plaza vacía, oscura e iluminada, bajo los tilos y las
farolas, la placita mínima y circular con un túmulo en el medio que representa
extraños criptogramas grabados en la piedra que no mira nadie: el sol y la
luna, astros con ojos y boca curvada hacia abajo, extraño rictus de enfado como
si no mereciera la pena alumbrar a este triste mundo.
La
plaza circular en la noche gira como un mundo o como una barquilla/globo que
navega por espacio/tiempo, como una especie de platillo volante al que sólo
dejaremos subir a los elegidos, pues tenemos vista a todas las calles que
confluyen, vista a la carreterita circular, y parece tener la plaza de pronto
una finalidad defensiva.
La peña entra respetando. Vienen locos que nos cuentan su delirio, vienen locas que nos cantan su canción, viene algún adicto a pedir un cigarro, pasa un barrendero al que saludamos como en la plaza del pueblo. Bilbao siempre tuvo rica fauna nocturna. Vienen chulos que nos quieren putear, vienen putas que nos quieren chulear y subirnos al hotel (pues hay ese viejo chalet gótico, a cuyo arrimo salían unos buses que nos llevaban a las colonias de veraneo, ahora reconvertido en hotel). Cuando pasa un senegalés que nos pregunta una dirección le acompañamos, saliendo del círculo hechizado de la plaza y sus infinitos cigarrillos.
Cuando amanezca la plaza seguirá su deriva –más allá de los sueños volverá a la realidad y esa misma tarde en la cafetería Baserri echan a la calle a dos lesbianas por besarse, montándose al otro día en la plaza el pollo consiguiente y la consiguiente manifestación, consiguientemente disuelta tras un rato por la ertzaintza.
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