martes, 20 de diciembre de 2011

LA CENA DE TRABAJO


Por la noche, cena memorable en la que M, una de las redactoras jefe -una jefa seria, exigente e intachable-, se emborrachó de mala manera.
M tendrá cincuenta o más años, ha vivido mucho tiempo en América y ahora creo que está divorciada. En medio de la cena, de un extremo a otro de la mesa, se puso a tirarle los tejos a un realizador –gafas de John Lennon, coletita de moderno y veinte años más joven que ella.
-I want you –le decía, y el otro:
-Mira, que no sé catalán...
O también:
-No, no, mira... El Mc Donald en la esquina.
Al final la tía acabó llamándole cobarde (“coward”) y pasó a preguntarle a Javi Cañas, el tartaja:
-Cañas... ¿qué es la vida?


La gente le tiraba servilletas, tapones de botella, palillos, una escena de cierta crueldad a la que asistíamos con regocijo.
De cuando en cuando M desaparecía y cuando ya creíamos que se había caído al suelo, la volvíamos a ver –Borja el cámara de Donosti y yo, que no parábamos de reírnos- señalándonos desde la otra punta de la mesa, intentando mantener la vista fija.
El local era una pizzería de la Castellana, en la que tardaron tres horas en servirnos. Entramos a las nueve y media y todavía a la una algunos no habían probado el segundo plato. Al final nos levantamos todos y en vez de los cuatro talegos -o tres quini, abreviatura que conocí aquella noche- de rigor, que era los que había que pagar, dejamos cada uno mil pesetas.
Salimos a la calle y M iba haciendo eses entre unos y otros grupos. No sé qué sería de aquella mujer, vimos con terror cómo se acercaba al coche en que íbamos nosotros, pero partimos sin ella.


Nosotros: Itxaso, la chica de Bilbao; Salvador, un realizador amanerado que es además relaciones públicas del Pachá, y Marinaro, el responsable de todo aquel desaguisado.
-Es terrible- decía el argentino, consternado. 
-Lo peor va a ser mañana.
-No, mañana no importa, pero el servicio ha sido horrible.
-Ah, yo creía que te referías a lo de M.
-No, lo de M me da igual, yo digo lo de la pizzería.
Marinaro fue el que había contactado con el local.
Es un argentino con pañuelo de lunares, tez y flequillo aindiados, pelo negrísimo. Un elegante postizo, con cada prenda de un color y unos zapatos granates en punta. Una especie de vividor de tres al cuarto, con fuerte acento porteño:
-Ustedes no saben con quién están hablando. Puedo poner en aviso de que su local es una mierda a todos mis contactos de Londres, de París, de New York...
Vamos a Pachá. Salvador, el afeminado, alterna con muchachas de negro ceñido, maniquís de discoteca que desvían la mirada si uno intenta entablar conversación con ellas. Marinaro dice que me conocía del Canal 7. Itxaso me coloca un buen rollo:
-Yo he estudiado la semiología del cine, el proceso dialéctico de construcción de imágenes, el análisis semiótico y la terminología estructural…
Vuelvo andando al Rastro y me siento a fumar un cigarro en la plaza Vara del Rey, a la luz amarillecida de los plátanos nocturnos.

LA TARDE DE NOCHEBUENA




Tarde de nochebuena. Cuando estoy comiendo me llama Ch., y al rato se presenta en casa.
Vamos en la furgoneta por el centro. Tirso, el Retiro, la calle Alcalá, Manuel Becerra, está todo vacío, las calles vacías bajo las estrellitas navideñas que se van encendiendo en el atardecer.
Ch. me va contando sus intrigas amorosas en las oficinas donde hace reparto, cómo a las tías que van de lobas ni se digna mirarlas, lo que le vale la atención de ellas, una buena táctica.
Dejamos la ciudad atrás. Ya está anocheciendo cuando atravesamos Vicálvaro, sus casas de ladrillo, y, apegadas a estas, casitas bajas como corralillos.
Salimos al campo. El cielo se destiñe en un azul oscuro. El campo en las afueras del este de Madrid es plano, desértico como el de los Monegros. Se ven a lo lejos chimeneas altas de la cementera de Vicálvaro. A un lado de la carretera, una fábrica abandonada con todas las ventanas sin cristales atravesadas por el sol poniente.
Bajamos la cuesta de Vicálvaro a Coslada y nos metemos por un camino de tierra, que lleva al río.
El cielo va pasando del añil al cobre…Flotan unas nubecillas rojas como de western.

 Llegamos al Jarama, bordeado de álamos, y lo cruzamos por un puente extraño, hecho de rejillas. Al pisar éstas, movedizas, salen volando pájaros de debajo. Las nubecitas rojas se copian en el agua limosa.
Al otro lado del río hay un camino que conduce a una granja y que atraviesan a la carrera unos gansos que nos han visto. En un chamizo, escrito con pintura chorreante, se lee “Sardinas-tortilla- conejos”, pero todo tiene el aire de abandono de un cuento de Maupassant.
Nosotros vamos siguiendo la ribera. Se oyen los disparos de unos cazadores y vemos un perro correr entre los ribazos.
Un poco más adelante hay otro puente, roñoso y vanguardista, una especie de viaducto de hierro.

Ahora se despeja el camino, que hasta entonces ha transcurrido entre zarzas y aparecen unos maizales, con las mazorcas brillantes en el anochecer. Por el cielo de cobalto pasa un avión con toda la tripa iluminada. La tierra es de color papilla. Es un momento mágico y he pensado escribir una novela que se titule así: “El río”.
Ya es noche cerrada cuando, al volver, Ch y yo nos detenemos sobre el extraño puente metalúrgico. Lanzamos monedas al río y pedimos deseos.
Un pato vuela rasando el agua y se pierde entre los juncos. A la luz fosforescente del agua miro la cara desconocida de mi amigo.


LA TARDE DE NAVIDAD


¿Tienes un cigarro, campeón?, me han gritado, después de llamar mi atención por señas –el signo de la victoria aplicado a los labios. Subían ellos por un lado de la Fuentecilla, y yo bajaba por el otro. Así que nos hemos encontrado en esa intersección, esa placita minúscula, triangular, que se forma alrededor de la fuente, rodeada por cadenas.
He sacado el paquete y se lo he ofrecido, sin abrir. El tipo con la barba de dos días, pelo claro, no mal aspecto, lo ha hecho con celeridad, y entonces le he visto los cinco puntos tatuados en el monte de Venus.
Esos personajes suelen aparecer como las setas, en la calma que queda después de la lluvia. Parece que esperan a que estén las calles desiertas y entonces hacen su aparición. Se ha hablado mucho de la noche, de la magia y el misterio de la madrugada, pero quizá la hora exacta de estas gentes sea la de la sobremesa –parece que no tengan mesa a la que sentarse, ni que quizá les importe mucho- y sus días los festivos, como esta tarde navideña.


Como no me apetece subir a casa, sigo bajando la calle Arganzuela hasta llegar a la plaza de las Américas. Deben de ser las cinco de la tarde. Allí, donde se suelen poner los vendedores de tebeos, veo grupos de gente, bullendo como en una gusanera.
Hay una docena de puestos, en el suelo, sobre paños, y alguna gente que va de uno a otro.
Estos son los desheredados del Rastro, los que no tienen puesto asignado, ni dinero para pagarlo, después del reparto que ha hecho el Ayuntamiento -trazando en el suelo con rayas amarillas las demarcaciones entre puesto y puesto. Hacen un comercio mínimo de cabezas de enchufe sin cables, bolígrafos empezados, sobadas estampitas de la Virgen, y aprovechan esa última hora, cuando ya todo el público se ha ido pero tampoco está la Policía para disuadirles.


-Le dejo los dos por veinte duros, caballero- dice una vieja mostrando dos bañadores usados.

Todos, vendedores y compradores, tienen idéntico aire de miseria. ¿Qué se puede esperar de esta venta paupérrima? Quizá un paquete de tabaco y un café en el piso bajo entre sombras, o repasar la ciudad muerta que hace la pesada digestión de la Navidad.

Algunos de los tipos verdaderamente son curiosos, como dos que entablaban un diálogo de cuervos. Las voces rotas, más que hablar, parece que graznan. El más joven –andará por los cuarenta, bien gastados- es como un Tartarín de Tarascón, con una boina alpina, una mochila pequeña a la espalda, el bigote recortado en punta y varias cazadoras y camisas superpuestas, una encima de la otra. Este escucha con un gesto mustio y de fastidio a una especie de capitán de barco, gorra de marino, chaqueta blanca y pantalones blancos –pero en dos tonos distintos, un blanco apagado, beige, y el otro más brillante-, cortos, que casi le dejan ver las canillas, y un aspecto de tucán, pequeño, panzudo y cabezón.
Cuatro moros, alineados y la vista al frente, se apoyan en cuclillas contra el muro que cierra la plaza.


viernes, 16 de diciembre de 2011

LA IMPRENTA RIVADENEYRA



He oído que van a hacer un hotel en el edificio de la imprenta Rivadeneyra, esa casa rara en un Madrid raro, como muy atlántico, que se despeña cuesta abajo, entre el centro y el río, con una ilusión de fuga. Calles en cuesta que parecen bajar hacia un puerto, pero bajan al río y a la estación del Norte –otro punto de huida.



 
La imprenta tiene un nivel de protección que atañe sólo a la fachada y a unas escaleras interiores de madera. Alguna vez, atravesando el zaguán oscuro ocupado por máquinas y rotativas (o eso creo recordar: a lo mejor es la memoria mítica, involuntaria) me he asomado a esas escaleras que deben estar igual que hace un siglo o más que se construyó la imprenta. ¿Quién iba a bajar por las escaleras fantasmales? ¿González Ruano, Carranque de Ríos, el resucitado Chaves Nogales, director de Estampa (con sede en Rivadeneyra)? Los adalides del “nuevo periodismo” que ahora cuentan que se inventó aquí, aunque se patentara en USA (Mailer, Capote) y que deviene, décadas después, en As y Semana, actuales ocupantes del inmueble. 




Algunas tardes de domingo grises abro algunas estampas de las que pillé en el Rastro para viajar por el tunel del tiempo. El Estampa es como un Interviú en los años 30,con vedettes y coristas a las que no se les ven las tetas, y chulos reportajes de color sepia: “Los niños de Madrid juegan a la guerra”,  “Buscadores de oro en Madrid: una mina encontrada en el paseo de las Delicias”.