¿Tienes un cigarro, campeón?, me han gritado, después de llamar mi atención por señas –el signo de la victoria aplicado a los labios. Subían ellos por un lado de la Fuentecilla, y yo bajaba por el otro. Así que nos hemos encontrado en esa intersección, esa placita minúscula, triangular, que se forma alrededor de la fuente, rodeada por cadenas.
He sacado el paquete y se lo he ofrecido, sin abrir. El tipo con la barba de dos días, pelo claro, no mal aspecto, lo ha hecho con celeridad, y entonces le he visto los cinco puntos tatuados en el monte de Venus.
Esos personajes suelen aparecer como las setas, en la calma que queda después de la lluvia. Parece que esperan a que estén las calles desiertas y entonces hacen su aparición. Se ha hablado mucho de la noche, de la magia y el misterio de la madrugada, pero quizá la hora exacta de estas gentes sea la de la sobremesa –parece que no tengan mesa a la que sentarse, ni que quizá les importe mucho- y sus días los festivos, como esta tarde navideña.
Como no me apetece subir a casa, sigo bajando la calle Arganzuela hasta llegar a la plaza de las Américas. Deben de ser las cinco de la tarde. Allí, donde se suelen poner los vendedores de tebeos, veo grupos de gente, bullendo como en una gusanera.
Hay una docena de puestos, en el suelo, sobre paños, y alguna gente que va de uno a otro.
Estos son los desheredados del Rastro, los que no tienen puesto asignado, ni dinero para pagarlo, después del reparto que ha hecho el Ayuntamiento -trazando en el suelo con rayas amarillas las demarcaciones entre puesto y puesto. Hacen un comercio mínimo de cabezas de enchufe sin cables, bolígrafos empezados, sobadas estampitas de la Virgen, y aprovechan esa última hora, cuando ya todo el público se ha ido pero tampoco está la Policía para disuadirles.
-Le dejo los dos por veinte duros, caballero- dice una vieja mostrando dos bañadores usados.
Todos, vendedores y compradores, tienen idéntico aire de miseria. ¿Qué se puede esperar de esta venta paupérrima? Quizá un paquete de tabaco y un café en el piso bajo entre sombras, o repasar la ciudad muerta que hace la pesada digestión de la Navidad.
Algunos de los tipos verdaderamente son curiosos, como dos que entablaban un diálogo de cuervos. Las voces rotas, más que hablar, parece que graznan. El más joven –andará por los cuarenta, bien gastados- es como un Tartarín de Tarascón, con una boina alpina, una mochila pequeña a la espalda, el bigote recortado en punta y varias cazadoras y camisas superpuestas, una encima de la otra. Este escucha con un gesto mustio y de fastidio a una especie de capitán de barco, gorra de marino, chaqueta blanca y pantalones blancos –pero en dos tonos distintos, un blanco apagado, beige, y el otro más brillante-, cortos, que casi le dejan ver las canillas, y un aspecto de tucán, pequeño, panzudo y cabezón.
Cuatro moros, alineados y la vista al frente, se apoyan en cuclillas contra el muro que cierra la plaza.
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