martes, 20 de diciembre de 2011

LA TARDE DE NOCHEBUENA




Tarde de nochebuena. Cuando estoy comiendo me llama Ch., y al rato se presenta en casa.
Vamos en la furgoneta por el centro. Tirso, el Retiro, la calle Alcalá, Manuel Becerra, está todo vacío, las calles vacías bajo las estrellitas navideñas que se van encendiendo en el atardecer.
Ch. me va contando sus intrigas amorosas en las oficinas donde hace reparto, cómo a las tías que van de lobas ni se digna mirarlas, lo que le vale la atención de ellas, una buena táctica.
Dejamos la ciudad atrás. Ya está anocheciendo cuando atravesamos Vicálvaro, sus casas de ladrillo, y, apegadas a estas, casitas bajas como corralillos.
Salimos al campo. El cielo se destiñe en un azul oscuro. El campo en las afueras del este de Madrid es plano, desértico como el de los Monegros. Se ven a lo lejos chimeneas altas de la cementera de Vicálvaro. A un lado de la carretera, una fábrica abandonada con todas las ventanas sin cristales atravesadas por el sol poniente.
Bajamos la cuesta de Vicálvaro a Coslada y nos metemos por un camino de tierra, que lleva al río.
El cielo va pasando del añil al cobre…Flotan unas nubecillas rojas como de western.

 Llegamos al Jarama, bordeado de álamos, y lo cruzamos por un puente extraño, hecho de rejillas. Al pisar éstas, movedizas, salen volando pájaros de debajo. Las nubecitas rojas se copian en el agua limosa.
Al otro lado del río hay un camino que conduce a una granja y que atraviesan a la carrera unos gansos que nos han visto. En un chamizo, escrito con pintura chorreante, se lee “Sardinas-tortilla- conejos”, pero todo tiene el aire de abandono de un cuento de Maupassant.
Nosotros vamos siguiendo la ribera. Se oyen los disparos de unos cazadores y vemos un perro correr entre los ribazos.
Un poco más adelante hay otro puente, roñoso y vanguardista, una especie de viaducto de hierro.

Ahora se despeja el camino, que hasta entonces ha transcurrido entre zarzas y aparecen unos maizales, con las mazorcas brillantes en el anochecer. Por el cielo de cobalto pasa un avión con toda la tripa iluminada. La tierra es de color papilla. Es un momento mágico y he pensado escribir una novela que se titule así: “El río”.
Ya es noche cerrada cuando, al volver, Ch y yo nos detenemos sobre el extraño puente metalúrgico. Lanzamos monedas al río y pedimos deseos.
Un pato vuela rasando el agua y se pierde entre los juncos. A la luz fosforescente del agua miro la cara desconocida de mi amigo.


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