domingo, 5 de noviembre de 2017

HOMBRE DE LAS MULTITUDES

 


Me adentro entre la muchedumbre buscando la belleza de una escultura humana o, al menos, una mirada amiga que me avise de que la humanidad está en peligro. Las masas preguntan con acentos diversos por los espectáculos masivos. Autómatas, mutantes. De pronto una silueta peculiar despierta mi atención…, pero el viejo enseguida me descubre con sus ojillos de lagarto. Le imagino saliendo de oscuros interiores, pensiones de cuartos sin ventanas y larguísimos,  oscuros pasillos. O, tras dormir una siesta de décadas, surgiendo de la máquina del tiempo. Entre las multitudes teledirigidas, tiene al menos una mirada de curiosidad. No se sabe si sale para ver o para ser visto y, reconocido, sentirse vivo. Con las manos a la espalda, va arrastrando por el asfalto las zapatillas de felpa. Se para por un periódico que hay abandonado en un banco, pero enseguida lo suelta, considerando que la actualidad no vale la pena… Se interna por las bocacalles, pero sin dejar la querencia de las bombillas y los escaparates, como los niños pequeños. No tiene prisa y no cesa en su dar vueltas a la tómbola de la ciudad. Como en aquel relato de Poe, El hombre de las multitudes, en que el narrador sigue a un viejo extraño que pasa y repasa las calles del Londres populoso, misterioso y a la vez anónimo entre la gente, incansable, hasta que tras dos días de seguirle, sin sacar nada en claro, le deja marchar…


 

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