Me
adentro entre la muchedumbre buscando la belleza de una escultura humana o, al
menos, una mirada amiga que me avise de que la humanidad está en peligro. Las
masas preguntan con acentos diversos por los espectáculos masivos. Autómatas,
mutantes. De pronto una silueta peculiar despierta mi atención…, pero el viejo
enseguida me descubre con sus ojillos de lagarto. Le imagino saliendo de
oscuros interiores, pensiones de cuartos sin ventanas y larguísimos, oscuros pasillos. O, tras dormir una siesta
de décadas, surgiendo de la máquina del tiempo. Entre las multitudes
teledirigidas, tiene al menos una mirada de curiosidad. No se sabe si sale para
ver o para ser visto y, reconocido, sentirse vivo. Con las manos a la espalda,
va arrastrando por el asfalto las zapatillas de felpa. Se para por un periódico
que hay abandonado en un banco, pero enseguida lo suelta, considerando que la
actualidad no vale la pena… Se interna por las bocacalles, pero sin dejar la
querencia de las bombillas y los escaparates, como los niños pequeños. No tiene
prisa y no cesa en su dar vueltas a la tómbola de la ciudad. Como en aquel
relato de Poe, El hombre de las multitudes, en que el narrador sigue a un viejo
extraño que pasa y repasa las calles del Londres populoso, misterioso y a la
vez anónimo entre la gente, incansable, hasta que tras dos días de seguirle,
sin sacar nada en claro, le deja marchar…
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