Vaya coñazo que nos tragamos el otro día en la filmoteca. Lo mejor de todo fue la presentación de la película, presentaba Peter Berling, actualmente autor de best seller históricos, otrora productor de películas tan infumables como la que vimos: El reino de Nápoles, dirigida por Walter Schroeter…
Berling -un gigante setentón, gordo y cansado, vestido de negro cual gitano centroeuropeo- vendió muy bien la moto, tan bien como los best seller, se supone…Hablaba en alemán y cuando se entusiasmaba saltaba al español, dejando sin trabajo a su traductor simultáneo, quien se encogía de hombros.
¿Cuántas personas habríamos en el cine? ¿Cincuenta, sesenta? Berling parecía dirigirse a cada uno de nosotros, familiar y bonachón.
Berling había acudido a Italia al encuentro de Schroeter para hacer El reino de Nápoles, dejando a medio terminar un proyecto con Fassbinder, que se moría de celos hacia Schroeter…
Habían empezado rodando sin guión, e improvisaban un poquito cada día... hasta que la película se terminó como si se hubiera rodado sola. Después –dijo- todo fueron éxitos, arrollando en Berlín, en Delhi, en Venecia, y en todos los sitios menos en Nápoles, donde no podían entender que unos alemanes hubieran querido rodar una peli sobre la miseria de su ciudad. “Ellos no tenían huevos para hacerla”, vino a decir Berling…
Terminada la presentación, no había más que lanzarse a visionar aquella obra de arte, que enseguida devino en potentísimo somnífero. “El reino” narra treinta años en la vida de una familia napolitana, al compás de la historia. Cada secuencia compuesta de interminables planos descriptivos, además del maniqueísmo de la historia, en la que, todavía, en los años 60, cuando los napolitanos se manifiestan en la calle contra el Vietnam, siguen muriéndose en sus casas de cualquier infección que pillen (¿qué pasa, no había penicilina, ni hospitales?)Werner Schroeter -1934-2010 (que en paz descanse), cosechando premios sin fin
Pero eso casi era lo de menos. Lo único que quedaba era esperar que corriera el calendario: 1939…1942…1943….1946…1947…1949…1952…1953………….1960….Uf. uf.
En un momento dado, el protagonista, un tal Massimo, afiliado al PC, sale de la cárcel y escéptico pasea por una playa supercontaminada de Nápoles, filosofando -“todo es una mierda, todo está perdido, etc”-. Ya respiramos pensando que se acaba la película, que quizá Massimo felizmente se ahogue, pero… pero... he aquí a Massimo tres años más tarde, encabezando una manifestación, y…y… aún otros tres años después, disfrutando del carnaval napolitano… Salimos literalmente machacados, con dolor de cabeza, dolor de espalda y mala hostia, e inútilmente buscamos al bueno de Berling por callejones aledaños a la filmoteca.
Klaus Kinski metiéndole de hostias a un juvenil Peter Berlin
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