El autobús salía de la carretera
general y cruzaba el río por el puente de piedra con las estatuas de un rey y
una reina encaramadas en la balaustrada, una a cada lado sobre la piedra fría.
Sobre el suelo de cantos rodados, el autobús traqueteaba antes de girar y el
rey inmemorial y aburrido, situado a la altura de las ventanillas parecía
habernos estado esperando y darnos ahora la bienvenida.
El parque estaba hundido entre un
nudo de carreteras, detenido junto al río o junto al río fluyendo muy
lentamente, oculto de los coches por el ramaje de los chopos.
Lo primero que encontrábamos al
llegar era la caseta blanca y clausurada donde morían los raíles del antiguo
tranvía. Eran las primeras horas de la tarde y el sol encendiéndolos parecía señalarnos el camino. Por otro puente,
pero éste de cemento y con barandillas de hierro roñoso, cruzábamos de nuevo el
río, algunos ya vestidos con chandall, corriendo atléticamente, como un
ejército.
Otros, cuatro o cinco, entre los
que me encontraba lo hacíamos renuentemente, encendiendo los primeros
cigarrillos, oteando el río.
A veces, viendo el paso
gimnástico, marcial, de los compañeros que nos precedían, tenía la impresión de
que el parque era un campo de concentración.
El parque era una cuña entre
carreteras siguiendo el cauce del río…Lo atravesaba una avenida de castaños en
cuyo fondo, lejanas, blanqueaban las crestas de la sierra. Sobre los campos de
fútbol se levantaba un cuadrilátero, con cada una de sus caras pintadas –azul
cielo, amarillo, verde, rosado- y en cada una de ellas la esfera y las agujas
metálicas de un reloj. Ese dado de colores asomando, melancólico y existencial,
entre los árboles, sobre las gradas vacías- tenía el aspecto naif del juguete
abandonado de un niño gigante.
Algunas tardes, sentados en las
gradas, enfriándonos el culo, mirábamos el juego de nuestros compañeros con una
mezcla de envidia y de desprecio.
Pero la mayoría de veces, sin
siquiera cruzar la línea de castaños, nos dirigíamos a las márgenes del río.
Junto al agua, con las riberas de color de miel por la avalancha de hojas
caídas, había un edificio alargado de piedra húmeda y con soportales que
antiguamente había albergado taquillas y vestuarios. Un pasadizo ancho y
expuesto a las corrientes de aire lo atravesaba comunicando la ribera con la
avenida central del parque. Cuando llovía, nos refugiábamos en los soportales. Casi
siempre nos sentábamos en unos bancos de madera, fijos al suelo, en torno a
mesas de chapa con cuadros de ajedrez, de cara al río y a la pequeña isla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario