sábado, 25 de marzo de 2017

MANILVA

 

Muchos años después he llegado a las termas –después de que tú y yo recorriéramos agotados esos montes esquineros, y nos perdiéramos hacia el norte al entrar en los nudos de carretera, dejando atrás el manantial. El camino es ahora más prosaico, viniendo de la costa, huyendo de las urbanizaciones guiris, atravesando los polígonos industriales saldremos a caminos de barro y eucaliptus, vadearemos los arroyos, los montes verdiales. No hay señales, pero el agua que tú me dijiste sigue fluyendo. Es una mañana, sábado y lluvia. En la vaguada una caseta blanca con tejado blanco a cuatro aguas.




La entrada a oscuras, por un arco pequeño de piedra, antes de sumergirse en el agua de azufre mirar en lo alto la bóveda de piedra milenaria que construyeron los romanos. La poza subterránea llega de galerías que se pierden en la oscuridad. Nos desnudamos con frío bajo la lluvia pero al salir del agua templada nos mojamos sin importarnos con el agua más fría que viene del cielo y corre sobre los cuerpos tonificados por el azufre.

 

 
He buceado bajo la piedra reviviendo aquella mañana lejana que tú estarías bajo el agua. Siglos y milenios de agua, antes de la construcción de la bóveda, piedra sobre piedra. Manilva… (Un chaval que baja del pueblo a bañarse todos los días nos cuenta que no pertenece a Manilva sino a Casares, pero para mí siempre Manilva –sin atender a localismos que afloran cuando uno viaja, todos defienden la tierra que les parió, sin pensar que somos todos tierra, y agua que fluye.)
 


 


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