El máximo apartamiento que se
podía lograr en el parque sindical era la isla del parque sindical: un islote
en el Manzanares al que se accedía por un puente de madera y hierro. Ahora con la sequía, se ha secado el brazo de agua más próximo al parque, cubierto de rastrojos, matorrales y caña de bambú. El puente
cruza ahora sobre este brazo de tierra –y sin embargo la isla no ha perdido su
aire de alejamiento: apenas se ve el sol entre las ramas de los árboles y sigue
en el medio una fuente de piedra. Al llegar el calor no se podía permanecer mucho tiempo allí
a causa de los mosquitos.
Frente a la isla había unos
vestuarios cubiertos con un tejadillo de piedra, pero por un corredor que
llevaba a un paseo se colaba el aire, en invierno.
Con las chamarras abrochadas y
las manos en los bolsillos, fumando interminablemente, preferíamos sentarnos en unos bancos con mesa
descubiertos, que ahí siguen todavía.
Estábamos un día el Nazi, creo
que el Caracol y más basca que no recuerdo, cuando vino un chico de un curso
más bajo, se sentó con nosotros y comenzó a soltarnos su rollo:
-A ver si quedamos un día, que es
la hostia, me he quedado colgado, sin amigos, estoy hasta la polla de oír las
mismas cintas...
(...)
-A veces voy con una guarra
vallecana, que conozco de donde veraneo, pero
Se hacía un silencio respetuoso y
burlón, y el Nazi le preguntaba, vagamente interesado:
-Pero la guarra vallecana, qué
¿te la has tirado?
No podíamos solucionar los
problemas de aquel pobre chico, pero quedaba en el fondo de las conversaciones
y en el humo dormido un fondo tranquilizador de estoicismo.
Recuerdo aquel humo como un
ingrediente esencial de nuestra filosofía, humo que quizá no saliera tanto de
los cigarros que nos estragaban, como de las ramas secas que quemaba algún
jardinero y que es un aroma que vuelve todos los otoños, incluso en el Madrid
brutalmente urbanizado de ahora mismo.
A la vuelta en el autobús ibamos
gritando por las ventanillas a los gitanos que andaban en bicicleta por la ctra
de El Pardo y dejábamos atrás la
Puerta de Hierro, como un trozo de chatarra sobre la que caía
la tarde. La música en la radio daba a todo un aire de lejanía.
-Chófer, pon música, y sonaba el
Bienvenidos de Miguel Ríos, mientras que se iban acercando las torres de la
ciudad- y volvíamos presa del catarro y del delirio, de pasear nuestra
adolescencia enamorada y ensoñada –todo muy vago, como el ocaso que se fundía
con el parque- por las alamedas.
Bajábamos del autobús como si
bruscamente se nos despertara de un sueño.
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