viernes, 17 de febrero de 2012

LA ISLA DEL PARQUE SINDICAL

 
El máximo apartamiento que se podía lograr en el parque sindical era la isla del parque sindical: un islote en el Manzanares al que se accedía por un puente de madera y hierro. Ahora con la sequía, se ha secado el brazo de agua más próximo al parque, cubierto de rastrojos, matorrales y caña de bambú. El puente cruza ahora sobre este brazo de tierra –y sin embargo la isla no ha perdido su aire de alejamiento: apenas se ve el sol entre las ramas de los árboles y sigue en el medio una fuente de piedra. Al llegar el calor no se podía permanecer mucho tiempo allí a causa de los mosquitos.
 




Frente a la isla había unos vestuarios cubiertos con un tejadillo de piedra, pero por un corredor que llevaba a un paseo se colaba el aire, en invierno.
Con las chamarras abrochadas y las manos en los bolsillos, fumando interminablemente,  preferíamos sentarnos en unos bancos con mesa descubiertos, que ahí siguen todavía.
Estábamos un día el Nazi, creo que el Caracol y más basca que no recuerdo, cuando vino un chico de un curso más bajo, se sentó con nosotros y comenzó a soltarnos su rollo:
-A ver si quedamos un día, que es la hostia, me he quedado colgado, sin amigos, estoy hasta la polla de oír las mismas cintas...
(...)
-A veces voy con una guarra vallecana, que conozco de donde veraneo, pero
Se hacía un silencio respetuoso y burlón, y el Nazi le preguntaba, vagamente interesado:
-Pero la guarra vallecana, qué ¿te la has tirado?
No podíamos solucionar los problemas de aquel pobre chico, pero quedaba en el fondo de las conversaciones y en el humo dormido un fondo tranquilizador de estoicismo.
Recuerdo aquel humo como un ingrediente esencial de nuestra filosofía, humo que quizá no saliera tanto de los cigarros que nos estragaban, como de las ramas secas que quemaba algún jardinero y que es un aroma que vuelve todos los otoños, incluso en el Madrid brutalmente urbanizado de ahora mismo.

A la vuelta en el autobús ibamos gritando por las ventanillas a los gitanos que andaban en bicicleta por la ctra de El Pardo y dejábamos atrás la Puerta de Hierro, como un trozo de chatarra sobre la que caía la tarde. La música en la radio daba a todo un aire de lejanía.
-Chófer, pon música, y sonaba el Bienvenidos de Miguel Ríos, mientras que se iban acercando las torres de la ciudad- y volvíamos presa del catarro y del delirio, de pasear nuestra adolescencia enamorada y ensoñada –todo muy vago, como el ocaso que se fundía con el parque- por las alamedas.
Bajábamos del autobús como si bruscamente se nos despertara de un sueño.

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