En la noche de febrero, a punto
de tiritona, cuando el cierzo azota la piel de toro, cuando la nieve cubre la
ciudad, busco para guarecerme los lugares del pasado.
La foto que traigo hoy al blog –y
que realicé clandestinamente- es del Laberinto, mítico bareto de la calle
Velarde, Malasaña, uno de los únicos que está exactamente igual que hace
veinticinco años. No lo sé si estaba entonces el toro o cíclope –como emblema
de los adoradores del becerro de oro-, pero sí el futbolín, y la música de Bob
Dylan (entonces, a mediados de los ochenta, oír al judío no era cool, era un
cantautor que aburría al más pintao). Todavía, como entonces, los abuelos jugando
a las cartas, todavía las máquinas de marcianitos.
He pasado un buen rato en El
Laberinto oyendo a Dylan hasta que ha llegado la hora de salir a la calle y
despertar del sueño castizo. A la noche europea, flanqueada por lugares de
culto –La Vía láctea,
Nueva visión, los pafetos convertidos
en museos-, custodiada por chicas guapas como de Serrano y el verde fosforito
de policías/barrenderos. Al final resulta que tenía razón Clint Eastwood: “No
llegamos a madurar nunca, sólo envejecemos”.
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