-¡Cómo
se parece este chico a Robert de Niro!- había dicho Pilar.
Era
cierto, el parecido era asombroso, era un chaval, poco más que un adolescente
–como el de Niro de Malas calles para atrás-, incluso tenía los mismos tics que
el actor y al sonreír se le dibujaban ¿conscientemente? las típicas rayitas en
torno a los ojos. Por si acaso el chico decía:
-¡No,
por favor! ¡Otra vez no!
-Si
es que eres igual...
-¿Tienes
fuego, De Niro?
-De
Niro… ni pío. De Niro… ni pío.
Pero
enseguida volvía a remedar al astro de la pantalla y hasta fantaseaba con un
origen italiano. Su abuelo, que había venido desde Calabria a hacer la guerra
civil.
Era
la primera hora de una noche de sábado en un pub de Malasaña y había cierto
trasvase entre unas mesas y otras. El mismo De Niro era amigo de alguien, no sé
de quién, o había hecho su aparición por libre… También andaba por ahí Curro
Sevilla, vendedor de horóscopos, había cambiado poco en los diez años que no le
veía, aunque se le notaba más apagado, tal vez resignado a su suerte.
Un
tal Fabrizio -tipo alto y calvo con melenilla, de cara roja y ojos inyectados como un demonio-, reclutaba a unos carrozas para una fiesta en un piso de Chueca, y
De Niro, ávido de novedades, se apuntaba a un bombardeo.
-Pero
bueno, ¿tú entiendes?- le preguntaban los maricas muy serios,
casi preocupados.
Y
De Niro les replicaba todo convencido, muy moderno o rematadamente tonto,
aunque pareciera que se iba a comer el mundo:
-Pero
vamos a ver, ¿Qué es lo que hay que entender para ir a una fiesta...? Para ir a una fiesta no hay que entender o no entender... Para ir a una fiesta no hay más que querer ir
a la fiesta.
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