Mucho
tiempo pensé que ser de Madrid era no ser de ninguna parte, aunque ahora no lo
tengo tan claro. Rompeolas, pero menos, Madrid es un pueblo con carácter propio
y para vivirlo se hace preciso dejar parte de la identidad propia a sus
puertas. También es cierto que basta con estar en Madrid para sentirse de Madrid. Y esa sensación –lo que decía Tomatero, tío de Yñarrón-: “Es que no
hay que hacer nada, pero vas por la calle y dices, coño, estoy en Madrid”, esa especie de maravilla un tanto paleta sirve
para conocer la ciudad y curiosearla.
Madrid
hace olvidar y en Madrid parece que sólo hay Madrid.
Madrid
es desabrido y no se echa de menos, tal vez porque sabemos que siempre está
ahí.
Todos
somos madrileños, decimos pero sin mucho convencimiento. Es lo mismo que decir
que ninguno en realidad lo somos.
Un
vasco o un andaluz lo son menos en Madrid. Para los castellanos Madrid suele
ser igual que su pueblo pero en grande. Los extremeños tienen muy cerca el
valle del Jerte, playa de Madrid, y van y vienen sin preguntárselo.
Madrid
raramente es agresiva porque el madrileño está hecho a los roces.
Madrid
más que un género literario, que decía Umbral, es un tema o problema
filosófico.
Más campamento que ciudad, tiene alma de rocanrol antes que de chotis: pulsión
subterránea.
Se
es más de Carabanchel o de Vallecas que de Madrid.
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