Fue
cuando lo de aquel premio que me dieron: el premio.
Yo
subí al estrado a recogerlo, con la euforia del vino o el vino de la euforia,
para pasar el trago (el premio ya estaba cantado: ma o meno) y la señora, en medio del jurado, sentada sólo ella -le
habían puesto una sillita, era ya muy mayor-, me miraba mucho (los demás miraban al tendido), a ver
de qué palito iba (y yo allí no sabía ni qué cara poner), me miraba con adivinación y con sorna pero
también con ternura. Pues aquella vieja había visto llegar a muchos y
desaparecer de la misma. Después de todo, ella también había estado veinte años
o más sin publicar (porque el marido la curraba, o algo, dicen), pero llevaba mucho
ganado porque había empezado muy joven. Al final sacó un novelón tocho,
Olvidado rey Gudú, que se vendió muchísimo, realismo mágico o así, lo mismo que más tarde se vendió el Juego de truños,
de los cojones.
Sólo
que la Matute ya estaba en esos géneros sesenta años atrás, en los bosques
encantados de la Artámila (que caían por la Rioja de su infancia), un mundo
denso y húmedo de líquenes y helechos –un encantamiento que se rompía de pronto en una misma novela, Los
hijos muertos, desembocando en la Barcelona de posguerra, pero todo parte de su
mundo suyo y propio…
Más
tarde pregunté por ella para saludarle, pero ya se había ido a la cama.
(arriba la enlazo, jovencísima y monísima,y luego de más mayor pero sin duda
interesante la señora)
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