Muchos
años después todo seguía lo mismo, todo quieto, como el agua embalsada en las
charcas, y a la vez todo había cambiado, primero fluyendo despaciosamente como
las nubes reflejadas. Después corriendo veloz, cabrilleando al sol el agua de
las acequias. Avanzando el mar que se come las playas. El bar de los
guipuzcoanos, cada vez más cerca del agua, que quizá se lo haya tragado cuando
regrese, si regreso.
Es
un sitio luminoso y raro, y los pájaros parecen clavados en el limo hasta que
de pronto levantan el vuelo. La garza gris despega solitaria, sobrevolando las
charcas. La garcilla blanca en bandadas asustadizas. Los pájaros migratorios
dibujan uves a pocos metros de la carretera. Los petirrojos en los árboles, y
los gatos acechando en los caminos de arena que no van a ninguna parte, mueren
en el agua o los cierran las cadenas. En algunas playitas el acceso estaba
inundado.
En
un camino de esos me pararon los picoletos y tuve miedo, tuve miedo porque avanzaban
como terminators, y no entendían que uno recorriera el delta, rodeara los
caminos, se parase en los lugares más inusitados. Para eso será el parque
natural, digo. Menos mal que al final terminamos amigos, luego me reconocieron
que “también” andaban explorando.
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