La
calle bajaba a los infiernos. Era el
camino más corto y también el más fascinante, con algo de sueño recorrerlo bajo
las fachadas viejas y cadáveres levantados esperando el juicio final. Las
aceras estrechas interrumpidas por los pobladores del extrarradio –gipsies,
junkies, niggers, marginales (que dijo Gerekiz), mutantes…
Tampoco
era para tanto, bastaba con poner cara de paisaje para que te dejaran paso franco. Pero si era complicado pasar por
las aceras, también por en medio de la calzada. Y una noche de verano,
bajándola a todo meter en bici, estuvieron a un tris de quitármela. ¡Para
colega para! Una aduana de yonkis haciendo tapón en medio de la cuesta. Aceleré
por si las moscas, driblé, y subidón de adrenalina.
Como
esas he visto cosas que no he visto en otras partes de la ciudad. Es un reverso
y un sumidero, un Casco Viejo sumergido, pero tiene por eso una pululación
humana de la que carecen zonas más chics. Sí he oído hablar del glamour de
épocas pasadas, los cabarets, los restaurantes. Pero verlo no lo he visto y en
mis primeros recuerdos hay carteles de circo en las paredes y borrachos
durmiendo en los soportales.
En
la noche de octubre, encontramos por casualidad las fanfarrias y fue revivir
los viejos sueños. Al final la comparsa castiza fue sustituida por una
actuación de coros patrióticos y del LGTB. El sueño devino espejismo. En la
plaza se ralentizaba una aburrida actuación de hip hop, con muermo
nortafricano. Eludiendo los bares modernos volvimos cuesta arriba en la
madrugada y los moros que copaban las aceras me soplaron medio paquete de
tabaco.
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