Pero
ahora corren nuevos tiempos. Las pastis y el perico han sustituido al caballo
(únicamente Spud sigue enganchado). Leith, el barrio chungo de Edimburgo, está
en alza, saneado por la especulación, y estos cuatro amigos se enfrentan a una
nueva generación de hiphoperos, chicas intelectuales y tiburones yuppies. Sick
Boy, existencial, consciente de que “la vida transcurre en otra parte”, quiere
aprovechar el tirón y acepta el traspaso de un pub en la zona del puerto, en el
que improvisa un estudio de porno casero. Recluta a Nikki, joven estudiante de
teoría del cine, trabajadora en una sauna y ocasionalmente chica
de alterne (Nikki cuenta entre sus clientes a Severiano, político del PNV de
visita en el parlamento de Edimburgo) y a un tal Terry, al que un accidente
imprevisto en sus partes más sensibles deja inutilizado para las filmaciones,
por lo que será sustituido por Curtis, bakaladero tartamudo e inseguro que se
crece en los rodajes.
Para la producción Sick Boy ha contactado de nuevo con Rent Boy, olvidando viejas trifulcas. Cierta cohesión, una vaga nostalgia, les vuelve a unir para intentar sacar el máximo provecho el uno del otro. Spud (“Spud pertenece a una forma de humanidad que se ha quedado obsoleta con el nuevo orden”, dice Sick Boy) deambula por ahí, lee Crimen y castigo, va al centro de rehabilitación, y hasta se recicla en literato con una historia sobre Leith, el viejo puerto que fue anexionado a Edimburgo. En cuanto a Franco, acaba de salir de la cárcel después de diez años y no se entera de nada –teléfonos móviles, VDU (DVD)- y gira por las calles del barrio como un peligroso planeta al que todos quieren evitar. Así hasta llegar a la debacle final, que no es cuestión de adelantar.
Ahora, con treinta y muchos años, los Trainspotting se han vuelto más individualistas. Quiere ir cada uno por su lado pero a la vez se necesitan para encontrarse a sí mismos. Son una especie a extinguir y lo saben, por eso juegan sus últimas bazas. Refinados, crueles y siempre desconfiados, la droga no embota sus sentidos. Siguen en lucha contra todos los demás: contra las generaciones (viejos borrachines y cachorros hiphoperos), contra las mujeres, contra la familia (sean sus padres o sean sus hijos) y sobre todo contra los amigos, porque “no hay amigos en esto, sólo conocidos”.
Welsh,
siempre narrando en primera persona, pasando de uno a otro, sigue el devenir de
sus héroes con una cámara y su interior con un chip que les ha colocado en el
cerebro. A veces ralentiza su discurso speedico, ahora que están entrando en la
madurez (¿). En Porno hay momentos para reírse y hay momentos casi para
vomitar.”Sin crueldad no hay fiesta”, cita Welsh a Nietzsche para encabezar la
novela. Seguimos queriendo a estos chavales aunque no nos fiaríamos de ellos un
pelo.
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